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Los días 10 y 11 de noviembre son importantes en mi vida. El 11 –San Martín– se casaron mis padres, hace tanto tiempo que es como si fuera mentira. Y un diez de noviembre fuimos expulsados del Paraíso; apareció un ángel y nos echó a ... la puta calle. La fecha no me la invento. James Ussher, un obispo irlandés del siglo XVII, llegó a ella después de muchos cálculos. También descubrió que el mundo se creó un atardecer del 22 de octubre del 4004 a.d.C. Pero más importante que la Creación fue la expulsión: hoy, mientras escribo, hace 6024 años que somos unos desgraciados.
Y desde entonces vamos a la deriva, con la certeza de que la felicidad es siempre cosa del pasado, del recuerdo. ¿Por qué no me daría yo cuenta de lo feliz que era en enero, en febrero, antes del virus? Qué delicia llegar a Valladolid, a Segovia, a Burgos, a cualquier lugar de Castilla y León, y tomarse un café en una plaza, en un bar, partir. Cuánta dicha por esas carreteras, en mi moto... Paraíso. ¿Qué nos impide gozar del momento, de esa realidad efímera que tanto añoramos cuando la perdamos? Adán y Eva tampoco eran conscientes de su situación privilegiada hasta que llegó su confinamiento. Siempre hay un confinamiento, una expulsión, el 10 de noviembre se repite continuamente. Anuncian una vacuna, dicen que nos devolverán los meses de abril, de mayo... Eva, para los griegos, era Pandora, la curiosa, la que sólo guardó la esperanza. Prometo borrar el 10 de noviembre de mi vida, ser feliz en presente. Pero sé que miento, no somos así.
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