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De los juzgados de plaza de Castilla por Capitán Haya se escurren hoy los presos del mañana. Sus abogados los intentan tranquilizar en las mesillas de las terrazas donde toman el café y en los posos del fondo de las tazas adivinan el módulo de ... Alcalá Meco donde echarán la condena. Hay por allí una arrocería murciana que borda la ensalada de la huerta y una marisquería de donde en tiempos salían los narcos gallegos directos para el talego como si fuera un almacén de Amazon del crimen organizado. Un poco más abajo hay un hotel con las lunas tintadas y está La Qchara de Pachi de Joseba Quintana donde recibía ayer Javier Cascales una pietá colectiva de sanfermineros sin sanfermines, almas descarriadas sentadas a la mesa con el pañuelico atado al cuello por no atarse una soga para colgarse del techo de dos años sin fiestas.
Hay de comer pochas, rabo de toro, pimientos y pantxineta y en un momento dado se aparecen los mariachis de Madrid y me alegra mucho verlos pues pensaba que ya solo tocaban en derrotas electorales. De cerca, todos los mariachis son extraños, pues parecen seres trasplantados de la plaza de Garibaldi a un planeta que no es el suyo. El del guitarrón tiene una cara extemporánea como de director general de una big five. Digo que venimos con el puñal sobre el ombligo de la desesperación, pero de pronto cantan 'El Rey' y Madrid es el tendido de sol de Pamplona durante la faena de muleta de fulano, las manos al aire, los brazos rodeando los cuellos de los amigos, los pantalones remangados y la puñetera vida por delante.
Ahí sobre la estrofa del «Yo sé bien que estoy afuera, pero el día en que yo me muera sé que tendrás que llorar», en el corazón de la ciudad salvaje evocamos los sanfermines y sus felicidades y entre las sombras vemos aquella luz de siete de julio en la primera corrida de toros cuando uno adquiere la certeza más absoluta de que en ese momento es feliz y de que, pase lo que pase, si vuelve a ese lugar en ese momento, volverá a ser feliz de nuevo. Digo que de pronto, es siete de julio y yo no sé cómo ha sido, pero está pasando, y algo se revela de una manera primaria, sorpresiva y reconocible, como el sordo cuando vuelve a escuchar un eco lejano y como el ciego que recupera la vista reconoce de pronto las formas de un mundo que ya cree olvidado.
San Fermín es un estado de ánimo, un pacto con la alegría y con la mejor parte de nosotros mismos, y una querencia, un norte cachondo que nos enseña el camino. Cuando en enero, en febrero y en marzo, nos sentimos perdidos, seguimos el camino del calendario que nos dice «Ya falta menos» y que se rompió en marzo de 2020. La paradoja sanferminero-temporal ha consistido en que, sin la referencia del siete de julio, uno se sentía un poco en el triángulo de las Bermudas de sí mismo hasta que el mariachi se arrancó por rancheras de los toros en la mesa de Javier donde Joseba cuando de pronto supimos que seguíamos siendo nosotros. Ahora, sí, ya falta menos.
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