Digamos que a Emilio Canonjíaz Mamandurriez lo famosea cierto grupo mediático en toda España. Que Emilio, supuestamente de campo, va a las tertulias con un ruralismo exagerado. Digamos que se lleva sus buenos emolumentos con la cosa de la España Vacía y no representa a ... nadie. Emilio no es Emilio, pero lo hemos convertido en hombre por no inflamar al ministerio de Igualdad. La cosa es el mensaje que va dando de la despoblación y del duro bregar ante el futuro, al que no da soluciones ni en la emisora ni en los escritos de una nostalgia ñoña y de venta en los grandes almacenes y por Navidad. En las grandes ciudades, eso sí, Emilio tiene su público que va en bicicleta y se veganiza el alma, un alma con anemia e incultura de lo que venimos siendo de siglos. Pero Emilio sigue cobrando, porque es joven y algún ejecutivo ha decidido que el campo vende.

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Y es que el pueblo es mucho más. Y no por ser más o menos agradable a las corrientes de opinión se van poniendo más ambulatorios por donde pasa el río Tuerto. Yo, ahora, veo una foto de mi padre de niño disfrazado de vaquero, y me veo en la misma foto, treinta años después en el mismo sitio: un campo sediento del Sur. Así vivimos un tiempo en el campo. Aislados pero la vida iba pasando, fuimos a la ciudad y no nos dio ningún trauma. A veces extraño a ese niño y a mí padre –qepd–, pero el mundo rural se defiende en el día a día y no en la burbuja. Emilio Canonjíaz sí que ha encontrado su mamandurria roussoniana y su canonjía contándonos lo que ya sabemos. Con fingidos amor y pedagogía. Hay quien le compra el discurso con paternalismo. Quizá para que nada cambie.

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