Érase una vez un país cuyo Estado de Derecho daba cobertura a servicios básicos imprescindibles para casi todos los ciudadanos. Uno de ellos, fundamental, era la Sanidad pública, que estaba al alcance de cualquiera y de manera sencilla; tanto, que bastaba con pedir cita por ... teléfono, gestión que se hacía de persona a persona sin tener que contarle a una máquina que queríamos ser atendidos en consulta por un médico de carne y hueso.
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El encuentro físico solía producirse veinticuatro o cuarenta y ocho horas después de haberlo solicitado, y el paciente acudía al ambulatorio, se sentaba en un banco y esperaba a ser llamado, cosa que raramente se demoraba más de diez o quince minutos. Si el galeno (que también visitaba a domicilio) no lo veía claro enviaba al enfermo al hospital de referencia, donde, en los casos más serios, quedaba ingresado de manera automática.
Ese país es España y el servicio en cuestión se ha saturado de tal manera que no lo conoce ni la madre que lo parió. Ahora hablamos con un robot que primero recoge nuestros datos y luego anuncia que el doctor nos llamará en un par de días, por lo que no debemos acercarnos al consultorio aunque vivamos enfrente y resulte imposible entendernos con la maquinita.
Esto no es una fábula sino la triste y dolorosa realidad de un paraíso sociosanitario que hemos pagado a escote durante décadas y del que cada día quedan menos rastros.
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