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La crisis de la Covid-19 ha traído de la mano también la crisis de fiabilidad de los expertos. Se contradicen. Un día pronostican una gripe pasajera y al día siguiente el cataclismo. Recomiendan que nos infectemos todos para inmunizarnos y luego se desdicen. No ... saben qué hacer con las mascarillas; si son esenciales o solo valen para cuatro horas. O no sirven para nada. ¿Y los test? Sí, bueno. No está mal hacerlos. Pero tampoco es imprescindible. ¿Ya no nos podemos fiar de los hechiceros de la tribu? A muchos se les ve el plumero. Nunca mejor dicho. Se han puesto al servicio del poder político y, si no hay mascarillas para todos, dicen que no sirven y no son necesarias. Si, por fin, el gobierno ha logrado comprar unos millones de antifaces sanitarios, entonces hay que ponérselas. Pero no son obligatorias. Si se dispara la curva del contagio hay que cerrar todo, incluso las industrias esenciales. Si entonces cruje la economía, recomiendan ir a trabajar. En Francia no se opusieron a la celebración de las elecciones municipales el 15 de marzo cuando la pandemia hacía ya estragos en Italia y España. Lo que confirma que el poder político del Elíseo se impuso a los expertos y éstos se pusieron a su servicio. En España dieron luz verde a las manifestaciones feministas del 8 de marzo.
Como dice el analista Erick Zemmour cuando el político se oculta tras el experto, es para disimular sus propias carencias. No dicen una frase sin citar a la OMS, o los asesores sanitarios o a los expertos epidemiológicos. Pero no sabemos quién se esconden detrás de quién. Si los expertos detrás del gobierno o el gobierno detrás de los expertos. Lo que comprobamos es que ambos van a ciegas. Aseguraron que los efectos por lo general son leves pero las tasas de mortalidad y el jolgorio cuando un enfermo sale de la UCI nos hacen sospechar.
La verdad es que el catastrofismo tiene muchos adeptos, pero habría que escuchar también a los expertos que nos anuncian una vacuna para el mes de septiembre. ¿A quién creer? A los gobiernos no les viene nada mal el estado de miedo que se ha instalado en la sociedad. Como apuntaba Michel Chrichton, todo estado soberano quiere ejercer el control sobre el comportamiento de sus ciudadanos, mantenerlos dentro de un orden y fomentar en ellos una actitud razonablemente sumisa.
Y, naturalmente, sabemos que el control social se administra mejor mediante el miedo. Los políticos necesitan los temores para controlar a la población. Los abogados necesitan los peligros para litigar y ganar dinero. Los medios necesitan historias de miedo para capturar al público. Y no hay que olvidar que la mayoría de los 'expertos' viven del presupuesto público.
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