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Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna. Efe
El fin de la evolución

El fin de la evolución

«Estamos en la antesala de la reescritura del libro de la vida»

Alfonso Carvajal

Viernes, 16 de octubre 2020, 08:21

Desde la noche de los tiempos el mundo animado se ha regido por las leyes de la evolución, sobreviven los más aptos; desde hace poco, la deriva de ese mundo está en nuestras manos. El reciente premio Nobel de química ha sido concedido a la ... mejor edición genética, la propuesta por las investigadoras Emmanuelle Charpentier y  Jennifer Doudna.Consiste esta edición en visualizar el libro de la vida y quitar y añadir pasajes a conveniencia. En este libro, que se dice de instrucciones, están escritos en clave los caracteres que desarrollarán los seres vivos. Están escritos con un alfabeto de tan solo cuatro letras, A, T, C y G; se corresponden estas con las bases que conforman la dotación genética de los seres vivos, su genoma. Es química. Las bases se alinean en las cadenas largas entrelazadas en hélice del ácido desoxirribonucleico, el ADN. El material genético se encuentra comprimido en los cromosomas; los humanos tenemos 46 (23 pares), las ratas 106, las moscas 8, los gorilas 48 y los elefantes 56: cada cromosoma del par en que se agrupan procede de una célula germinal de los progenitores. El genoma se podría representar como una línea, una carretera larga, en la que las distancias se miden en kilobases, cada kilobase equivale a 1000 bases: el genoma humano tiene 3000 millones de esas unidades; en realidad serían el doble puesto que están duplicadas, se agrupan en pares. Es la secuencia de las bases lo que confiere sentido al genoma, aunque no todas las partes lo tengan. Según una fuente fiable habría 19.907 de esas partes o bloques con sentido, genes codificantes. Representan, no obstante, como se dice, una porción menor del material genético. Era axioma el de «un gen una enzima», para significar que cada gen codificaría la síntesis de una única proteína —las enzimas lo son—, pero no es así siempre: no está claro. Hasta aquí lo conocido. Lo nuevo empezó con Mojica, un investigador español, un sabio. El estudio de la Haloferax mediterranei, que se da en las salinas de Santa Pola, le llevó a descubrir en el genoma de esa arquea unos bloques de bases repetidos, en apariencia sin sentido; al igual que ocurre con la palabra «Ana» o la palabra «reconocer», leídos de izquierda a derecha o de derecha a izquierda decían lo mismo: textos palindrómicos. Lo insólito, resultó tener significado; eran formas adaptativas de defensa inmunitaria adquiridas al contacto con un virus. Francisco Mojica lo interpretó, publicó el hallazgo extraordinario y puso nombre a las repeticiones, las llamó Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats (CRISPR), en español, «repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas». CRISPR, léase en español como «crisper». «Me suena a nombre de perro», le dijo su pareja a Mojica.

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