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Valladolid ha estrenado un nuevo espacio joven en el barrio de la Rondilla. Nada que objetar. Es útil y harto deseado. Algunas mejoras no llevan envés. Cuestión aparte es la cadeneta de reflexiones que inspiren. A menudo invitan a arañar en el recuerdo la lista ... de carencias arrastradas y –como inversión de futuro que supone cualquier atención a las edades tempranas– también a proyectar el ramillete de posibilidades que habrán de producir el día de mañana mientras practicamos esa extraña ciencia de la expectación que sugería Aristóteles, el mismo que acabó censurando las ínfulas, el egoísmo y la mala educación de la generación juvenil que convivió con él. Sin embargo, es probable que la horquilla de edades comprendida en su concepto de juventud mantenga poca semejanza con la horquilla que ciñe el concepto de la nuestra: un tramo de edad que se alarga en el tiempo de tal modo que ahora uno puede considerarse joven hasta el momento en que decide comenzar a envejecer. Quién sabe, puede que nos hayamos quedado sin clase media porque la edad adulta está en peligro de extinción. Apenas es ya un tiempo menguante y difuso entre los empleos fijos, cada vez más tardíos e imposibles, y las jubilaciones, cada vez más anticipadas y forzosas. La ciudad dispone de un nuevo paisaje para esta ciudadanía moderna que habrá de comenzar su biografía social en el espacio joven hasta el momento en que decida culminarla en el hogar del jubilado. En ambos, llegado el caso, podrán desarrollar iguales actividades: desde la exposición de camisetas decoradas al campeonato de juegos de mesa. Nuestros mayores saben muy bien sacarle partido al eufemismo de la tercera juventud que les calzamos hace tiempo. Está por ver si los jóvenes encajan de igual modo el de su primera vejez.
La nuestra es una juventud que supera de media la treintena y se pasea por el entorno como si formara parte de la pandilla de los niños perdidos –eso sí, con barba, coche y contratos de hoja caduca– al tiempo que asume una imprescindible asistencia familiar indefinida de comida y habitación en la casa familiar, como si se tratara de una generación de posguerra carente de vivienda y empleo, forzada a trapichear en lo que salga para cubrir sus necesidades sociales mientras debe confiar las básicas al cobijo de una habitación en la moderna pensión parental, con derecho a wifi y recuerdos de infancia. Tal es su edad que supone también la primera juventud dotada de nostalgia, capaz de atesorar recuerdos y batallas en sus numerosas, breves y a menudo decepcionantes incursiones laborales o en sus obligadas y recurrentes excursiones por la empequeñecida aldea global a precio de ganga para completar su última colección de países del mundo en Instagram. Es la primera generación juvenil capacitada para estar de vuelta de todo antes incluso de haber tenido la oportunidad de ir a parte alguna.
Nuestra juventud necesita espacios útiles y oportunos como el inaugurado en el barrio de la Rondilla, y bien está. Pero no le vendría mal recibir también la consideración por parte de una sociedad que se empeñó en adiestrarla hasta el hartazgo en la especialización de los oficios para un mundo que ya no existe. Espacio joven, sí, a falta de trabajo y oportunidades en una tierra que ha adquirido la costumbre de graparle a la juventud mejor preparada de la historia un billete de ida al dorso de su título universitario. Espacio joven, sí, para que no se limite al carril circulatorio que han de utilizar para repartir en bici nuestros recados con una mochila cúbica a la espalda. Pero ya es tradicional nuestra costumbre de solventar los problemas de una generación en la siguiente, cubrir unas necesidades cuando afloran otras, por supuesto, sin nada que objetar al respecto.
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