Cuando era un crío y vivía cerca del Real de la Feria que estaba en el Paseo de Isabel la Católica, envidiaba a los que trabajaban en unas atracciones que me parecían mágicas: desde la Ola a los caballitos, las barcas o los autos de ... choque, entre otras posibilidades. La vida de los feriantes me resultaba tan atractiva que me pasaba las horas muertas recorriendo el lugar y, a veces, ganando algunos céntimos acarreando agua de la fuente pública a las casetas. Para mí, los hijos de los dueños eran unos privilegiados que podían montarse cuando quisieran en cualquier carrusel y dormían en caravanas mucho mejor preparadas que la casa donde vivía yo.

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Con los años fui descubriendo la cara oculta de tanta 'bicoca' y entendí que el suyo es un negocio complejo que obliga a pasar mucho tiempo fuera del hogar, a pagar cantidades considerables por instalarse (menos este año que el ayuntamiento les perdona la tasa) y a cruzar los dedos para que no llueva o haga un frío del carajo que impide salir para montarse en la noria. Por si esto fuera poco, el coronavirus ha dado a su trabajo una grave estocada difícil de sortear: primero, porque cuando se celebren deberán aplicar medidas muy estrictas de limpieza y distancia; y segundo y más complejo: luchar contra el miedo a contagiarse de muchos visitantes que se lo pensarán antes de subir al Real.

Malos tiempos para ganarse el pan con tómbolas y carruseles.

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