Una estatua para Cantatore
VALLISOLETANÍAS ·
Era mágico. Venía y nos salvaba, aparecía y nos clasificaba para la UEFA, nos hacía jugar finales de Copa, Recopas, sacaba jugadores de debajo de las piedrasVALLISOLETANÍAS ·
Era mágico. Venía y nos salvaba, aparecía y nos clasificaba para la UEFA, nos hacía jugar finales de Copa, Recopas, sacaba jugadores de debajo de las piedrasEn Valladolid, Delibes era Dios, pero justo después venía Cantatore. Si Don Miguel era un abuelo común para todos lo vallisoletanos, Don Vicente era el tío, el padrino, ese pariente más o menos cercano que ves en las bodas, y que no sabes exactamente en ... qué grado es tu familia, pero que lo es. Pues Cantatore lo era y en grado de sangre. Cuando todavía éramos una sociedad como Dios manda y la prensa gastaba inocentadas el 28 de diciembre, 'El Norte' anunció que Cantatore se iba a entrenar al Colo-Colo y yo, con nueve años, casi abandono mi casa para irme con él. Era una imagen totémica, un santo laico, un sabio con gafas de pasta y cara de acabar de salir del seminario para evangelizarnos de vuelta. Es cierto que solo estuvo aquí la temporada 85-86, luego volvió del 87 al 89 y entre los años 95 y 96. No es tanto tiempo, pero es el tiempo preciso, el tiempo clave, como una de esas chicas con las que compartiste una noche de verano a los diecisiete y que nunca más se irán de tu cabeza. Nunca superé verlo entrenar al Sevilla, al Betis, al Tenerife o al Sporting. ¿Qué se te perdió a ti en Gijón, viejo? Tú perteneces al Valladolid, al Pucela, como Delibes, como la niebla y como el Pisuerga. Y eso no se puede cambiar, como no se puede cambiar a una madre.
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Era mágico. Venía y nos salvaba, aparecía y nos clasificaba para la UEFA, nos hacía jugar finales de Copa, Recopas, sacaba a jugadores de debajo de las piedras. Y encima con la sensación de estar jugando bien, de estar haciendo lo correcto, de estar en el lugar que nos correspondía por historia, por ciudad, por orgullo y por destino. Las ciudades imperio –Roma, Valladolid, Londres–, somos así. Tenemos la autoestima de un inglés que fuma un puro en medio de un Blitz nazi, pero con el bolsillo de un turco después de Lepanto. Nos lo merecíamos y Cantatore era el elegido a través del cual la historia obraba los milagros y nos ponía en el lugar que merecíamos. En el 97, Cantatore nos dejó sextos en una campaña memorable, la temporada de Edú Manga, un desconocido brasileño que nadie sabe de dónde vino, pero que se pasó un año dando lecciones de fútbol y dejándonos boquiabiertos. Todavía, cuando se pregunta por los mejores jugadores que ha visto en el Valladolid, muchos hablan de un tal Edú. ¡Qué manera de jugar! Puso Pucela patas arriba. Fue el año mágico de la explosión de Benjamín, de Peternac y de una legión de jugadores del Castilla que nos dejó Benítez y que creíamos que no valían para nada: Torres Gómez, Marcos, Antía, Santamaría y, sobre todo, Fernando. Solo que sí valían y vaya si valían. Junto con Álvaro Gutiérrez, Harold Lozano y la veteranía de jugadores como Juanma Peña o el 'Mami' Quevedo, hicimos una temporada de escándalo que nos puso en un estado de ánimo lisérgico, o al menos así lo sentía yo. Aunque quizá algo tuvo que ver que fueran mis primeros años de universidad. No tengo recuerdos nítidos de aquella época. Pero sé que Valladolid era una fiesta liderada por Cantatore. Y esa fiesta no tenía fin.
Y va en serio que no lo tenía. El 15 de septiembre de 1997 era lunes y yo llegué a casa perjudicado. Era mi segundo año en Derecho y el último, claro, porque a este ritmo endiablado no me quedaba tiempo para estudiar. Como el fin de semana nos había sabido a poco, aquel lunes nos lo pasamos jugándonos la propina al julepe en el Cachito. Luego se juntaban las ganancias a través de una ley no escrita que dictaba que los ganadores se fundían la pasta en cervezas para todos, por lo que, en realidad lo del julepe era absurdo, era solo un cambio de manos. Y con el dinero, al Koala, que era como una boca de metro que te hacía entrar en un bucle espacio-temporal con muchísimo humo, Sabina sonando de modo permanente y la tuna al completo. Un día fui a tomar un café a las doce del mediodía y salí gateando a las cinco de la mañana. Ante la pregunta de la policía, que nos preguntaba que a dónde íbamos en ese estado, la respuesta fue «¿Pues a dónde vamos a ir, señor agente? A tomar un chisme». En fin, que tuve que dejar Derecho, claro. Pero aquel lunes en concreto no fue para tanto, solo llegamos medio borrachos. Así que directo a la cama. Con García, claro.
Y allí sucedió todo. El hijo de Marcos Fernández cesaba a Cantatore en directo en la COPE. El shock fue tremendo, yo tenía los ojos como platos y entonces no había móviles, redes sociales ni nada. Así que allí estaba yo, solo con mi pedo, dando vueltas en la cama sin poder dormir y sin estar seguro de si lo que acaba de pasar era realidad, sueño o fruto de la ingesta indiscriminada de licores. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa. El equipo estaba concentrado para enfrentarse al Skonto de Riga en la primera ronda de la Copa de la UEFA. Y el Pucela ganó ese partido, aunque nadie prestó atención al césped. Solo mirábamos al palco como quien mira a Pilatos, a Anás y a Caifás juntos, a los culpables de esa Pasión, al arquetipo del malo frente al arquetipo del justo, que no estaba en el banquillo sino en su casa de Parquesol, supongo que fumando como un carretero. Y allí nos plantamos cientos de aficionados para aplaudirle, acompañarle y hacerle saber que el idilio entre la ciudad y él no había acabado. Ni acabaría jamás.
Cantatore se nos fue el año pasado. Terminó sus días en Valladolid, como anunciaba el presagio. Aquel día no se fue solo una persona, no murió un chileno de Rosario, no falleció un entrenador más. Aquel día acabó una época. Y toda una generación sentimos que, de algún modo, perdíamos a un familiar, a un amigo. Se fue Vicente y nos fuimos todos un poco. Se fue la infancia, la adolescencia, la juventud y se fueron los recuerdos de tantos años de euforia vivida con ese señor que fumaba bajo la grada de Preferencia.
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Y, aunque nos quede su recuerdo, desde aquí pido un busto en Zorrilla, una placa en su casa del Puente Colgante o una calle. Qué narices, ya que estamos, pidamos a lo grande: Cantatore merece una estatua ecuestre. Los caídos en batalla no deben aspirar a menos que a la eternidad.
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