La estancia común
La platería en llamas ·
Cuarenta años de movimiento vecinal sirven para confirmar que el compromiso ciudadano sostiene la ciudadSecciones
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La platería en llamas ·
Cuarenta años de movimiento vecinal sirven para confirmar que el compromiso ciudadano sostiene la ciudadResuelto el imprescindible asunto del empleo, aunque por breve y subestimado que pueda parecernos solo merezca el calificativo de penoso; arreglado, quizás temporalmente, el dilema del techo bajo el que cobijar a la familia, aunque sea humilde, helador en invierno y asfixiante en verano; solventada ... la necesidad impostergable del alimento diario, incluso monótono, escaso y desequilibrado, hubo un tiempo en que a la hora de abrir la puerta de nuestra vivienda pudiera ser que nos enfrentásemos a calles de polvo y barro —según el clima—, a lugares incómodos y desganados o a desiertos interminables de alquitrán derretido sin un solo árbol ni mobiliario urbano que pudiera recordarnos el planeta en que vivíamos.
Podíamos reconocer la distancia temeraria que había entre las pocas escuelas públicas, tan anegadas de alumnos como necesitadas de medios; perdernos en el laberinto homogéneo tardofranquista de barriadas mal iluminadas, incapaces de procurar una cancha o un parque donde la infancia pudiera practicar sus necesidades sociales y motrices lejos de la calle, o de ofrecer rincones donde cultivar su ocio imaginario y sus talentos. Solo bordillos para las chapas, aceras para esa rayuela que aquí llamamos tanga, urdida esforzadamente entre peatones, bolsas de basura y concursos arriesgados de cortes a las acometidas de los coches cuya única recompensa acaso consistía en salir indemne de todas ellas; solo cunetas de travesía donde husmear entre vertidos tóxicos y orillas en la Esgueva y el Pisuerga sembradas de ratas, lavadoras desvencijadas y neumáticos.
Así eran nuestros barrios en los años setenta: un compendio de necesidades, una inmensa tarea pendiente, un constante hervidero de frustraciones. Y si ahora, al recordarlo, resulta tan lejano y pintoresco, si podemos reconocer que, a pesar de todas las penurias y necesidades que nos acosan, el paisaje y la conciencia del paisanaje de todos ellos ha mejorado de forma notable, ha sido gracias a la labor continuada de las asociaciones vecinales.
Han pasado cuarenta años desde que Valladolid cuenta con una federación de asociaciones de vecinos que ha sido capaz de luchar, reivindicar, movilizar y negociar mejoras urbanísticas y sociales de todo jaez. Nuestra memoria alberga sus desvelos y movilizaciones para dotar de pavimento, alumbrado, parques, escuelas, espacios deportivos, arbolado, agua, bibliotecas, talleres, educación, actividades, cultura y convivencia a todos los barrios de la ciudad. La calidad de vida que disfrutamos se asienta sobre una monumental donación de horas, sobre el regalo de un inmenso calendario de tiempo libre, de paciencia, de esfuerzo, de aprendizaje y diálogo por parte de una ciudadanía que se ha involucrado en el movimiento vecinal desde hace décadas, igual de activo, paciente, metódico y persistente con todos los gobiernos municipales que ha habido en democracia. No cabe más bondad en semejante conciencia cívica.
Puede que las medallas cuelguen en el pecho de la clase política nominal, pero la calidad de vida conquistada en nuestros barrios pasa por la lucha generosa y abnegada de un vecindario sencillo que luchó con igual empeño para dotarnos de escuelas y centros cívicos, para llevar el alcantarillado a todos los rincones, para acabar con el poblado de la Esperanza o para mantener la integridad patrimonial del municipio. Solo porque después de terminar con su jornada laboral —en un empleo, quizás penoso—, y dar de comer a su familia bajo un techo —quizás humilde—, adoptaron esa calle de polvo y barro que pisaban al salir de casa como una habitación más de su vivienda hasta convertirla en una estancia común, un hogar de todos.
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