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La experiencia empírica basta para descartar el retorno del Estado empresario, como llegó a predicar la izquierda europea en épocas pretéritas. Sin iniciativa privada, bajo la supervisión y el control normativo del Estado que simplemente establece las reglas de juego, no hay productividad. Si alguno ... tuviera todavía dudas, las disiparía contemplando el desastre de nuestras cajas de ahorros. Pero eso no significa que en épocas excepcionales el Estado no haya de actuar, no como empresario sino como emprendedor. Es decir, como promotor de actividades punteras que requieren fuertes inversiones que la iniciativa privada no aporta por cualquier razón.
La idea no es nueva ni inédita, y de hecho aquí se está planteando un generoso sistema de subvenciones para respaldar a empresas industriales que no sobrevivirían a la convulsión de la pandemia. Pero ¿tiene sentido aportar recursos públicos a actividades que proporcionarán beneficios privados? ¿No sería más lógico que el Estado ingresara temporalmente en el accionariado de las compañías que requieren ayudas, para ser también partícipe de los hipotéticos beneficios que puedan producirse tras la asunción de riesgos por quienes han tomado la iniciativa? Países como Finlandia, Brasil o China tienen larga experiencia en empresas mixtas, con participación estatal en la propiedad y en la gestión.
En la Unión Europea, la Covid-19 ha sido claro acicate de los Gobiernos para invertir en el accionariado de empresas estratégicas, con el triple objetivo de sanearlas, impulsar cambios tecnológicos y protegerlas de la voracidad de cazadores de gangas internacionales. Entre los muchos casos que podrían citarse están las actuaciones ya realizadas en el sector de automoción, sometido a cambios de gran calado. Alemania ha invertido en Volkswagen y Francia en Renault y el Grupo PSA para hacer posible la transición hacia los vehículos eléctricos. En todo caso, la intervención pública durará apenas unos años, y está programada su salida desde el principio.
El Gobierno español ha expresado su disponibilidad para prestar las ayudas que demande el sector automovilístico, muy relevante aquí aunque no dispone de marcas propias. Sin embargo, no se ha podido evitar el cierre de Nissan, pese a lo previsible que resultaba la crisis de la factoría catalana, obsoleta desde hace tiempo. Quizá si el Estado hubiera intervenido a tiempo, ofreciendo ingresar en el capital y financiar una factoría para perfeccionar motores eléctricos, hubiera habido modo de salvar la empresa, impidiendo la destrucción de empleo y asegurando el retorno al Estado del dinero invertido. Ningún sectarismo debería impedir este pragmático proceder.
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