El rumor corrió, al principio, muy sutilmente entre los clientes de la carnicería de Sancho. De manera casi instintiva todos empezaron a ceder la vez a los demás con tal de conseguir el turno de que Juanra les cortase los filetes. Juanra había empezado a ... trabajar hacía poco en lo de Sancho, venía de otra carnicería que había cerrado con la crisis y las mierdas esas. Juanra no sabía si tenía o no el don que le atribuían los clientes de Sancho para que sus filetes supieran más ricos si los cortaba él. Sabía que, para él, cada rodaja de carne a extraer del mazacote era un reto. Que deslizaba el cuchillo, más que como un hacha, como un esquí, sorteando las bolsitas de sangre para no perder su sabor y acariciando los nervios que encontrase para deshacerlos como un masajista ante un cuello anudado. No lo hacía para ser el mejor, no lo hacía para ascender, lo hacía porque, sin llegar a amar su trabajo, sí amaba hacer bien las cosas que le tocaba hacer. No se retaba con el resto de carniceros, pero no dejaba de retarse a sí mismo en cada descenso del cuchillo.

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El caso, señores, es que poco a poco los clientes fueron verbalizando su preferencia de que su cuarto de kilo de falda pasase por las benéficas manos de Juanra y pronto, la cola de la carnicería fueron dos: A los que les daba lo mismo, porque tenían prisa, les atendía cualquiera de los otros. Y luego estaba la cola de Juanra, la de aquellos que estaban dispuestos a esperar lo que fuese por llevarse su papelón envuelto en mimos.

Lo primero que hizo Sancho fue pedir a Juanra que enseñase a los demás cómo cortaba la carne. Juanra les contaba lo que hacía con éxito nulo, primero porque no era profesor de nada, segundo porque no se puede explicar el amor a lo que haces, se tiene que sentir o no. No existe una fórmula porque no había mucho más allá del instinto, de la concentración, de la superación sin más motivo que ser mejor.

Cuando Sancho murió dejó en traspaso la carnicería a Juanra en agradecimiento a su dedicación y al éxito que le había reportado. Entonces, Juanra, tuvo que dejar el mostrador para dedicarse a los pedidos, las facturas, y esperar al camión de material. Pero Juanra se saltaba las facturas, Juanra pedía más material del que se iba a vender, Juanra se olvidaba de hacer que metieran la carne en el frigorífico por la noche, Juanra, a los pocos meses, tuvo que cerrar. Sólo unos días después Juanra encontró un puesto de carnicero en otra carnicería, con otro jefe, otro Sancho que sabía hacer bien lo que él había hecho arena, olvidó sus sueños de empresario, volvió a ponerse el delantal de rayas y volvió, al fin a sentirse feliz esquiando en ternera.

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