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Este país se ha convertido en una descomunal esquela. Con decenas de miles de nombres. El vértigo de las defunciones los amontona como en esas pinturas que reflejaban tétricamente las escenas de la peste en la Europa medieval o ese desfile de camillas con moribundos ... de las grandes guerras. Sin tiempo para el duelo, sin espacio para la oración o el recuerdo; el réquiem o la plegaria. Sin esquelas. Dicen que nacemos solos y morimos solos. Pero nunca como en estas horas ha sido tan dolorosamente cierto. Solos los muertos y solos los vivos. Las familias aisladas en la incomunicación y el desamparo no pueden cerrar los ojos de sus deudos ni recibir el abrazo y el consuelo de los pésames. Los fallecidos se van con la vida segada sin haber tenido ni tiempo para sentir la llegada de la guadaña. Pasando de la vida a la muerte en el intervalo que va de un estornudo en casa a la última bocanada de aire de un respirador de UCI llena de sombras desconocidas. Nuestros viejos abrían el periódico por la sección de las esquelas donde el ranking de la edades, los sexos, los viudos, las viudas, los hijos vivos y los fallecidos de los otros les ofrecía una radiografía matinal de cómo estaba la desembocadura del río de sus propias vidas. Podían calcular el tiempo de la prórroga que les permitía apurar otro café con leche y otro amanecer. Suspirando cuando la esquela anunciaba el fallecimiento de los más jóvenes y aliviados cuando daban cuenta de nonagenarios bien cumplidos que ofrecían el horizonte de unos años más de tregua antes de cruzar la meta.
Ese pequeño placer no lo han podido degustar ahora miles de nuestro mayores. Sin tiempo para la despedida, para el rezo o para otear el otro lado del más allá antes de cerrar los ojos. A muchos les ha sorprendido en la residencia. En lo que parecía un refugio. Una burbuja frente al estrés urbano y un acomodo para tener a la familia cerca pero a distancia. Ahí donde se sentían seguros. Hemos dejado que el mal entrase a saco en su oasis, en su vivac, en su burladero. Qué injusto. Qué cruel. Algún día alguien pedirá cuentas de ese torbellino que se ha cebado donde debían estar más protegidos. De momento a algunos ni siquiera los cuentan. Como desaparecidos en combate. Otros reducidos a cenizas reposan perdidos en algún almacén. No hay luto nacional. El debate es si por su edad tenían o no derecho a vivir. Tampoco sabemos cuántos habrán caído en el macabro sorteo de este sí, este no. Han tenido que salir comités éticos para defender que nadie puede ser excluido de los recursos asistenciales o tratamientos médicos tenga la edad que tenga. Es escalofriante pensar que una sociedad relativista, materialista y líquida pueda llegar a contemplar con frialdad que los viejos, en caso de apuro, son prescindibles.
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