Es verdad. El proceso de vacunación va a toda yesca. Cualquiera puede referir los casos de personas conocidas ya inmunizadas, y muchos hemos pasado ya por el trámite sanitario que nos permitirá encarar el futuro con tranquilidad. Al menos, eso esperamos. Quedan los jóvenes, aquellos ... que en un primer momento parecían no verse afectados por la pandemia y que ahora constituyen la parte más significativa de los nuevos contagios. Miramos a países donde ya han inyectado a los adolescentes y confiamos en que el ritmo de suministro de vacunas nos lleve a tener protegidos a los integrantes de este grupo de edad e incluso a los más pequeños, a los que se tiene previsto inmunizar en los centros escolares en el comienzo del nuevo curso.
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Quien más quien menos sueña con las merecidas vacaciones después de un año y medio largo y duro como no nos podíamos imaginar. Con todo, cruzamos los dedos para que la variante Delta no nos amargue el verano y obligue a retroceder en las medidas liberalizadoras que, poco a poco, le hemos ido ganando al virus. Todavía hay miedo y pensamos que toda precaución es poca. Con cada avance llega un rebrote en los contagios y una nueva preocupación que genera incertidumbre y amenaza la esperanza de acabar, de una vez por todas, con esta maldita situación que tantas vidas y tantas cosas se ha llevado por delante.
El número de víctimas se revela intolerable. No podemos asomarnos al abismo de la cifras sin sentir, en lo más profundo de cada uno, el vértigo de tantas decenas de miles de vidas perdidas a consecuencia de la covid-19. Cada muerte es un drama intimo y personal. Situaciones de viudedad, huérfanos, familiares cercanos, amigos íntimos… la galería del desconsuelo es tan extensa como dramática. Nunca nos podremos acostumbrar a un hecho tan luctuoso que ha irrumpido en nuestras vidas como una guerra. Y no sólo eso, también hay que acordarse, es necesario hacerlo, de todos los de proyectos arrumbados por la crisis sanitaria.
Negocios cerrados para siempre, empleos perdidos, situaciones económicas de exclusión, existencias afectadas hasta el extremo y, con ello, la existencia de una brecha social que clama al cielo. Nos dijeron desde el Gobierno que «nadie iba a quedar atrás», pero sabemos que son muchas las personas que han perdido todo aquello que constituía su forma de vida y su sustento. El aumento de la pobreza es un hecho incuestionable y el abismo que separa a estas víctimas de quienes han conseguido salir económicamente indemnes de la situación también lo es.
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Cuando los periodistas hablamos con los analistas económicos especializados en predicciones se muestran extraordinariamente optimistas y nos dicen que la recuperación va a ser muy rápida. Esgrimen que en este país hay 50.000 millones de euros embalsados de ahorro adicional y que existen ganas de gastarlos después de todas las penalidades pasadas. Es verdad. Habrá quien disfrute de las vacaciones de su vida y quienes se enfrenten al futuro con el nudo de la incertidumbre en el estómago. No volverán los felices años veinte, porque la precariedad está ahí y el temor a que alguna de las mutaciones del virus escape al efecto de las vacunas también. Una vez más nos encontramos en un territorio que se mueve entre la esperanza y la incertidumbre, estamos ante un futuro que nadie es capaz de atisbar del todo, porque la fragilidad se instaló hace ya mucho tiempo en nuestras vidas y la anhelada fortaleza de antaño se revela ahora como un recuerdo tristemente caduco.
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