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Yo creo que era Monterroso el que se lamentaba del destino del escritor mediocre que escribe libro tras libro. Sí, es penosa, sin duda, esa pertinaz vanidad que le lleva a seguir pergeñando novelas, malas novelas. Escritores mediocres hay muchos, e insisten, insisten... Tanto insisten, ... que acaban con un premio o haciéndose un nombre. Bien está. Si se premiara solo la genialidad, andaríamos apañados.
El destino del político mediocre, del mal gestor, del que como mucho serviría para presidente de la comunidad de vecinos, le es más grato. Solo hay que verle pavonearse, hacerse hueco en las listas, correr hacia los flashes. Está encantado de haberse conocido. ¿Es conocedor de su mediocridad, de su falta de valía? No lo sé, aunque, sinceramente, pienso que no. ¿Cómo podría soportarse, o simplemente estar un día más en su puesto de responsabilidad, si pensara que su inepcia puede hasta causar muertes? La gestión de las vacunas contra el coronavirus es un buen ejemplo: bien puede afirmarse que cada día de retraso supone un buen puñado de fallecimientos. Han tenido meses para planificar –no solo aquí, sino en toda Europa- y, cuando por fin llegan esos bálsamos de Fierabrás, cuando el príncipe soñado llama a nuestra puerta, nos pilla en bragas. Hay ancianos para quienes la dicotomía es pavorosa: la vacuna o la muerte. Y ahí están, esperando. Esperando, señores gestores. La Ciencia ha cumplido; ustedes no. El escritor mediocre, a la postre, resulta inofensivo. Aburrido. El político incapaz es peligroso. Mortal.
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