Esto de ir continuamente embozado con mascarilla le hace a uno ponerse en la piel de la mujer musulmana, obligada de por vida a taparse la cara con burka o nigab. Al igual que estos velos islámicos, la mascarilla oculta la expresión y nos ... priva de los gestos, de los matices de la sonrisa o la tristeza, en definitiva, nos arrebata la identidad.
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Resulta llamativo que el Ministerio de Igualdad, que, por cierto, maneja unas encuestas apocalípticas sobre violencia de género, no se haya ocupado aún de tal discriminación, penalizando esta esclavitud femenina que vemos también en nuestras calles. Parece que la prioridad es cambiar las señales, destrozar la gramática, fomentar la diversidad sexual y promover un feminismo puritano criminalizando los piropos, las insinuaciones rijosas y las miradas lascivas o proscribiendo expresiones sado machistas tales como «la azotaría hasta hacerla sangrar», vejatoria prosa que, seguro, le sonará a la ministra del ramo.
Loable propósito, sin duda, este de condenar a talibanes de tal calibre, pero cuando el fin de la pandemia nos libere de la máscara, no estaría de más que el atareado equipo de compis de Irene Montero se dedicara a este asunto, tan incompatible con la dignidad y la democracia. El burka es una cárcel de sumisión, una clausura humillante, el escaparate textil de la anulación de una mujer. Porque aquí no se trata de libertad religiosa o de buenismo progre, sino de Derechos Humanos.
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