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Suben los agricultores la Cuesta de Santo Domingo de Pamplona con la ruina, la protesta y un cencerro. El encierro supone la entrada violenta de la naturaleza en la ciudad, que es lo que está pasando ahora mismo mientras Irene Montero celebra el 'japiberdei' en el ministerio, como dice Jesús Nieto. El campo y el mar siempre reclaman lo suyo. Hay algo bello en la protesta de los agricultores, un encanto casi de foto de las olas batiendo contra la costa. De pronto ha sucedido esta cosa de que la carretera de Extremadura amanece como el Palacio de Invierno. La gente del campo es el Tercer Estado. Gritan que «el coleta come lubina y ellos viven en la ruina», que es la nueva Marsellesa: «Con la sangre de nuestros enemigos regaremos nuestros campos». Pavía no entró a caballo en el Congreso, pero estos entrarán en tractor. Vienen de las plantaciones de tabaco de Navalmoral de la Mata -sexualmente fecundas- en las que yo me sentí en Kentucky.
Las mujeres extremeñas, leales y sonrosadas, van por el telediario repartiendo pimentón a gente que no sabe freír un huevo. La izquierda tenía el mundo dividido en progresistas y fachas, y se le ha aparecido el campo con sus ojos enfermos de sol, de aire y de horizonte, y no saben dónde ponerlo. La noción del agro del votante de Podemos ha pivotado en torno a la España de la ecogranja, el macetohuerto y la oferta en cortavientos para el trekking. Ahora ponen la tele y miran a esos tipos como si se encontraran con una tribu recién descubierta de Papúa Nueva Guinea o algo: les tocan la cara, les hablan con voz grave y les ofrecen espejos y cuentas brillantes. Primero acusaron a los agricultores de ser terratenientes fachas, y esto encaja dentro de la épica de las dos Españas que funciona hasta que deje de funcionar.
Después, Sánchez habló de las grandes superficies y cientos de tipos que una vez plantaron un aguacate en un tiesto se pusieron a dar lecciones en Twitter de cómo generar cadenas de riqueza y de agentes que ganaban el mil por ciento intermediando con sacos de papas -¡milagro!-. Esto nunca se les había ocurrido a los hombres de las vegas, vaya por Dios, naturalmente por el retraso atávico del hombre rural frente al urbano. El agricultor, que para los de ciudad es tonto, había vivido miles de años mirando al cielo y donde tenía que haber mirado era el tuiter que da soluciones. ¡Ah, las soluciones! A la despoblación, por ejemplo: hay que ir a vivir a un pueblo a montar un despacho con cincogé o una casita rural cuqui, pero nunca a sembrar espárragos. La izquierda adanista quiere reinventar la españa rural porque pretende reinventar el mundo, pero esta vez le falla el truco, pues en el campo no reinventas una mierda: trabajas de sol a sol y sufres las leyes despiadadas que rigen el destino de los hombres desde la luz de los tiempos. Ante este inconveniente, Iglesias busca una salida y les recomienda que aprieten la otra marcha verde y monten el pollo, pues de esta manera incluye al mundo rural en su lógica del aceitunero altivo de Miguel Hernández y toda la vaina revolucionaria. El agricultor no quiere hacer la revolución, ni poner la Castellana perdida de tomates; quiere venir a Madrid al VIPS y al Museo de Cera -que es el sueño que hemos tenido todos los de provincias-, vivir de lo suyo y que le den lecciones, las justas.
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