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Lo malo de aceptar que no es el momento de buscar culpables es que nunca se encuentra el culpable. Al principio de la pandemia, el Gobierno consiguió que calara la noción de que no era el momento de pedir explicaciones. Se fueron extendiendo las teorías más infames como esta de que los dirigentes no tomaron medidas pese a las alertas sanitarias porque recogían el sentir de la población despreocupada. Es decir, que el culpable de que no se cerrara España era la España misma. Ay, España, siempre en el bar. Como si el pueblo tuviera acceso al panel de la OMS y un centro de alertas sanitarias en el salón que le señalara las razones de peso para creer que lo que había pasado en China y lo que estaba pasando en Italia no iba a pasar -estaba pasando ya- en Madrid: si no lo sabía usted, señora, no lo podía saber nadie. Se llegó así a una suerte de suspensión de la opinión pública donde el que disentía era señalado como traidor a la patria -«Le contarás a tus hijos que en plena crisis criticaste al Gobierno», me reprochó un lector-, o acaso como un conspiranoico. Un antipatriota. Un loco.
Así se fue creando esta España pospuesta. Puebla la dibuja hipnotizada por el péndulo del 'Cuando esto pase'. Este ha sido un reino extraño de sesiones de DJ en los balcones y aroma de láudano con levadura fresca en mitad de una crisis de 23.000 muertos. Mientras, la gente boqueaba en los pasillos de urgencias, los médicos se cubrían con bolsas de basura, morían los ancianos en las residencias y los bomberos se dedicaban a derribar puertas de enfermos a los que no le había dado tiempo a llegar al teléfono. Pero se iba creando esta cosa gerundia que vivía atrapada en un presente perpetuo en el que las mascarillas estaban llegando (siguen llegando), los test estaban empezando, y se estaba acercando el pico de la curva. Con todo, aparecían las primeras sospechas de que algo había fallado. Éramos los que más moríamos en el mundo y triplicábamos los sanitarios infectados de otros países, pero estas señales se adscribían a culpas ajenas. Se llegó a deslizar que los médicos se contagiaban por sus costumbres.
En todo ese tiempo y en esas condiciones de catástrofe, el Gobierno dedicó sus energías a escurrir el bulto. En la televisión, cuando no balbuceaban los ministros, reían abiertamente o se escudaban en los científicos, como si el gobierno no tuviera científicos. Presumían de una gestión intachable y para demostrarla, emitían bulos y falsedades como esta de la OCDE o la de Oxford. La gente, naturalmente, se enfadó. Quizás no le hubieran acusado de hacerlo tan mal si no hubieran dedicado tanta energía a decir que lo habían hecho tan bien. Ese teatro demencial y presuntuoso continúa a estas horas. Siguen sin rendir cuentas y, cuando se ven acorralados, sacan de la chistera el palomo de que los culpables somos todos y que todos los países lo han hecho mal.
Heisenberg firmó una de mis teorías favoritas de la mecánica cuántica. Su principio de incertidumbre dice se puede saber la posición del electrón o su cantidad de movimiento, pero nunca ambas al mismo tiempo. Aquí se viene el principio de incertidumbre de Sánchez que consiste en que si el presidente admite que ha cometido errores, no señala cuáles son: «Hemos cometido errores», dice, en general siempre. Y si identifica el error que se ha cometido, no se considera culpable. Se puede conocer el culpable o el error, pero nunca los dos al mismo tiempo.
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