![La España irreal](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202010/15/media/cortadas/NF0R7KX1-k3wH-U120461787743P7B-1248x770@El%20Norte.jpg)
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Basta pasear por algunos de los centros comerciales de las principales ciudades para darse cuenta de que existen dos tipos de establecimientos: aquellos que han cerrado y aquellos que van a cerrar. Casi todos ellos presentan, a cualquier hora, un aspecto que parece sacado de ... una escena de 'Blade Runner': tiendas vacías, pasillos sin gente, cafeterías fantasma y un aire de tristeza en el ambiente que empieza a impregnar la vida cotidiana de los ciudadanos.
Aunque parezca mentira, hay algunos trabajadores incluidos en un ERTE desde el pasado mes de marzo, que se han hecho a su nueva vida con absoluto entusiasmo -conozco algunos casos-. Gente que viene percibiendo su sueldo sin problemas y que lleva en estado de vacaciones forzosas desde hace ya siete meses. Algunos de ellos incluso se han trasladado a segundas residencias para estar más cómodos y hacen transcurrir sus días entre series de Netflix y un ocio de corte estival sin pensar en el mañana. Por contra, la inmensa mayoría de los profesionales incluidos en estos expedientes temporales están muy preocupados. Temen por la finalización de ese estado laboral etéreo y atisban la posibilidad de que algunos se transformen en ERE por extinción de actividad. La Arcadia feliz en la que parecen morar ciertos empleados contrasta con una realidad que produce miedo con sólo asomarse a su interior. Hay sectores a los que la pandemia ha arrasado, prácticamente, que ven la recuperación muy difícil e intuyen que cuando llegue se habrá llevado por delante un ingente número de puestos de trabajo.
Hablar, como hacemos los periodistas, con propietarios de bares y restaurantes, taxistas, encargados de tiendas de ropa, empleados de agencias de viajes, del sector hotelero, dueños de discotecas y bares de copas, guías turísticos, empresarios de alquiler de vehículos, y tantos sectores más, es sumirse en una realidad que dibuja, en innumerables casos, tintes dramáticos para quienes sufren directamente sus consecuencias. La disrupción es de tal calibre que nadie acierta a pronosticar el grado de cambio que van a experimentar las sociedades. Estamos inmersos en una crisis global de magnitudes inimaginadas. En Estados Unidos, los medios de comunicación se refieren constantemente al crack bursátil de 1929, y en España hay que remontarse a los años 40 para asumir la intensidad del terremoto que estamos sufriendo y los efectos devastadores que dejará a su paso.
Hay economistas que utilizan esta imagen del terremoto para explicar que la única diferencia con los efectos de un desastre natural es que la inevitable reconstrucción posterior no incluirá, en este caso, las infraestructuras, que se mantienen incólumes. Todo lo demás requerirá recuperación, transformación y resiliencia, si, pero ajena a shows de corte televisivo y a los pianistas amigos que perpetran a Ludwig Van. Fiar toda la recuperación a una ayuda económica europea que aun no ha llegado y que cuando lo haga va a estar sometida a inevitables medidas de vigilancia, es un ejercicio de voluntarismo efectista que no se corresponde con la realidad. Convendría no perdernos y aplicar dosis de pragmatismo que resultan hoy más necesarias que nunca. Hay que escuchar a los comerciantes, a los pequeños empresarios, a los autónomos, a la gente que hace este país día a día y que percibe el sabor de la derrota cada mañana a la hora de levantar el cierre de sus negocios. España son ellos, sin pianistas, ni superferolíticos platós televisivos. Lo otro, como los que se acomodan a los ERTE, constituye un ejemplo de la España irreal. Las previsiones del FMI son aterradoras, sin pantallas ni música de Beethoven.
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