No es el París de Hemingway, sino esta España nuestra de aquí y ahora. Un país que ha decidido vivir al día, aplicándose a sí mismo eso tan castizo de que me quiten lo «bailao» y el que venga atrás que arree. La pandemia ... no ha terminado ni se han conjurado aún los peligros de los contagios, pero el imaginario colectivo ha pasado página y encara el futuro con un ansía que recuerda a los felices años veinte del pasado siglo. Las ciudades están desbordadas y durante los fines de semana cada sábado parece Nochevieja. Los restaurantes no dan a abasto a asumir reservas y establecen turnos para las cenas con la idea de recuperar el tiempo y los ingresos perdidos, aunque sea a costa de cargarse eso tan nuestro que son las largas sobremesas. Encontrar un taxi nocturno, a determinadas horas, es una tarea imposible, y esa alegría de consumo a tutiplén define, en su exhuberancia, el signo de unos tiempos en los que la gente ha decidido gastar por si vuelven a venir mal dadas.
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Esta explosión tras el confinamiento y los largos meses de restricciones se asemeja al descorche de una botella de espumoso. De repente, todo es excesivo e irreal. Un espejismo. Los precios de los pisos no paran de subir, mientras en las notarias se firman hipotecas como si se regalaran. Las terrazas repletas son la fotografía de un tiempo y un país que ha decidido lanzarse al «a vivir que son dos días». Encontrar un viaje para las vacaciones de Navidad es tan difícil como sorprendente. Da la impresión de que el personal está gastando lo que no tiene o quemando a toda yesca los ahorros derivados de las limitaciones de la covid. La gran pregunta es qué va a pasar cuando toda esta fiebre pase. Los indicadores macroeconómicos son mucho más preocupantes que tranquilizadores. Todo hace prever que la llegada del general invierno va a suponer un gasto extra en los hogares para pagar algo tan básico como la calefacción, el gas, la luz y la gasolina, pero eso no parece preocupar a un país alegre y retrechero que ha decidido vivir al día, como la cigarra, sin pensar en la tristeza pragmática de los hormigueros.
La imagen actual se asemeja a ese estado de euforia e inconsciencia que se produce cuando en un grupo de personas se pide insistentemente «otra ronda». «¡Más champán y una de gambas, qué no falte de nada!». Lo malo es cuando llega el momento de pedir la cuenta y se descubre que la factura excede en mucho lo que entre todos son capaces de pagar. Algunos economistas predicen que este ajuste entre la realidad y las ensoñaciones que vivimos tardará seis meses, y que entonces algunos cobrarán conciencia de su verdadera situación como una ducha helada en medio de la nieve. La inflación y los problemas del mercado laboral son enemigos sigilosos que aguardan en la media distancia. No se trata de ser agoreros, sino de aplicar una cierta dosis de realismo a un espejismo que desborda cualquier análisis sensato.
Escuchar a los responsables económicos del Gobierno es como asomarse a una Arcadia feliz donde estamos que nos salimos. Y no es así. Nos recuperamos porque venimos de la miseria, del cerrojazo pandémico que a tanta gente ha dejado en la cuneta. Vamos mejor, pero aún no estamos como algunos se creen y otros nos hacen creer. Seguiremos ordenando rondas, sin ver el final, hasta que nos demos de bruces con la dura y cruda realidad.
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