La estructura física del Estado español ha mantenido desde el final del Antiguo Régimen una paradoja lesiva que ha tenido consecuencias negativas sobre nuestra convivencia entre los distintos pueblos y sensibilidades que conviven en la piel de toro: la demanda periférica de descentralización, de desconcentración, ... ha tropezado, siempre que se ha intentado, con la configuración radial del país. No solo Madrid ha sido cabecera política desde que Felipe II eligiera la urbe en 1561, arrebatándole la primacía a Toledo, lo que ha supuesto que la vieja Magerit sea residencia de prácticamente todas las instituciones del Estado, sino que todo el sistema de infraestructuras de transporte ha adquirido una configuración radial, con centro en Madrid. Numerosos trayectos en carretera o en tren han de hacerse pasando por Madrid; en Madrid está el primer aeropuerto de España -un hub intercontinental-; y en Madrid se alojan las centrales de numerosas compañías del sector servicios y en general de todo el sistema económico.

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Frente a este desarrollo circular, la modernización ha tenido siempre en este país un componente federal. Con independencia (poco pedagógica) de la Primera República, los escasos experimentos democráticos que ha ensayado este país en el último siglo -la Segunda República y el régimen de 1978, felizmente vivo todavía- han sido aperturistas, centrífugos. Cataluña disfrutó de una autonomía plena desde 1932 y Galicia y Euskadi estuvieron a punto de lograr las suyas si no se hubiera abatido aquella brutal cuartelada que derivó en inmensa tragedia y en un interminable periodo totalitario. Y el régimen del 78 tiene evidente vocación federal, aunque por circunstancias no llegara a plasmarse explícitamente, de modo que hemos de soportar la paradoja de mantener un Senado, cámara de representación territorial, que en realidad no tiene atribuciones y es una simple y vacua cámara de repetición.

En 2002, Pasqual Maragall, todavía en plenitud, trató de impulsar la idea de «España en red», en que incluso las infraestructuras formaran retículas ortogonales en lugar de la famosa figura radical; Zapatero secundó después, a partir de 2004, aquella idea. Los corredores mediterráneo y cantábrico habían de ser trayectos potenciados para que la península tuviera varios centros de gravedad y no uno solo. La idea, obviamente, no cuajó, y en lugar de una reforma constitucional para 'federalizar' el país, se acometió una reforma del Estatuto que desbordó la Constitución, con las consecuencias de todos conocidas.

Sánchez, que todavía no ha encontrado en la práctica tiempo de plantearse semejantes sutilezas, ha tenido que apagar los fuegos de la irritación catalana y, una vez conseguido lo principal (la renuncia de una parte notoria del soberanismo a la 'vía unilateral'), se dispone a revisar prudentemente el modelo de Estado, el Título VIII de la Constitución. Y, sin enunciar todavía un proyecto federalizante a la alemana, que seguramente tiene in mente, está lanzando ya ideas hacia una federalización de facto que, de momento, incorpore a nuestro ordenamiento, de un lado, una cierta armonización fiscal -lo que deseamos para Europa no puede ser malo en el interior de nuestro país.- que reduzca a términos soportables la competencia fiscal entre regiones, y la formalización de cierta desconcentración del poder que alivie la congestionada aglomeración de instituciones que experimenta Madrid y distribuya los centros de representación y de administración a todo el territorio. La razonabilidad de la propuesta queda de manifiesto cuando se constata los sinsentidos de que el Organismo Público Puertos del Estado del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana esté en Madrid, o que el Ministerio que se ocupa de la pesca resida igualmente en la capital del Estado.

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