Espacios de sobremodernidad
Crónicas de gentes recias ·
Marc Augé no tenía la fortuna de conocer cuál era el paradigma de su campo de estudio: la estación de autobuses de Valladolidpablo merino
Sábado, 6 de febrero 2021, 08:54
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Crónicas de gentes recias ·
Marc Augé no tenía la fortuna de conocer cuál era el paradigma de su campo de estudio: la estación de autobuses de Valladolidpablo merino
Sábado, 6 de febrero 2021, 08:54
Hace seis años, con dieciocho, me dio por huir a Barcelona. De esas huidas jóvenes que se revelan contra la tranquilidad de la ciudad ordinaria. Tomé un coche compartido hasta Soria, surcando la N-122 de noche, sorteando con cabezadas los directos a la consciencia que me propinaba Fito y Fitipaldis durante las casi tres horas de viaje. Hasta Zaragoza llegué en otro coche compartido, esta vez con mayor variedad musical. La estación de Delicias me pareció todo un manifiesto futurista, un homenaje a la velocidad colectiva. Mi compañero de asiento en el autobús fue un marrueco que rezaba y me ofrecía zumo de naranja. A Barcelona Nord llegué con los primeros rayos del día. De mis escalas solo conservé un vaso promocional de cerveza Ámbar que había sobre la mesita de mi albergue, que Dios sabe por qué me llevé y que me produjo mucha tristeza perder en el nuevo albergue de Barcelona. En Barcelona desayunaba todos los días cafés y bocadillos de mortadela italiana en un bar que hacía esquina con el teatro Apolo. Me gustó mucho, Barcelona. Me resultó una ciudad excepcional.
Deshice mi viaje, esta vez sin bohemias paradas, y volví a Valladolid con lo mismo con lo que salí semanas antes: con mi petate y con 'Fiesta', de Hemingway. Fue un retorno larguísimo e incómodo. Pasé por todo tipo de ciudades y pueblos, con sus respectivas estaciones de autobús. Volvimos a pasar por Zaragoza, lo que fue un alivio después de ver estaciones tan horrendas como la de Lérida.
Era por la tarde y hacía algo de frío cuando arribamos a Logroño. Nos anunciaban que debíamos cambiar de autobús para llegar a Burgos. Y ahí, en ese humilde patio de luces convertido en estación, con bragas colgando de las ventanas y con persianas venecianas roídas de óxido, mi percepción del urbanismo cambió por completo. ¡Cómo pude estar tan ciego! Llevaba años intentando poner un nombre a los espacios que eran como la estación de Logroño. Tenía –y tengo– claro que ese iba a ser mi futuro: escribir sobre ese tipo de lugares.
No leer hace que me dé de bruces, un día cualquiera, con términos que llevaba años buscando. No leo absolutamente nada y todo me pilla de sorpresa. En Valladolid había cientos de espacios que me resultaban extraños, espacios advenedizos de la naturaleza que comparten. Son lugares que han quedado descolgados por acción del crecimiento urbano y especialmente por la erosión del tiempo. Siempre son lugares de paso, procesionales, de los que uno no se acuerda para algo bueno ni tampoco para algo malo. La definición ortodoxa dice que estos sitios son tan impersonales que pueden verse en ciudades de países dispares, como si de una cadena de comida rápida se tratasen.
Estaba muy emocionado yendo a Burgos, pensando que había encontrado una nueva línea de comprensión del espacio urbano que unía filosofía, antropología, geografía e historia, pero esperando en el bar de la estación de la ciudad del Cid vi que un francés llamado Marc Augé me llevaba treinta años de ventaja en el estudio de lo que supe se llaman los 'no-lugares'. Terminé mi viaje muy decepcionado, pero al ver a mi madre con un bocadillo de jamón esperarme en una dársena igual de fea que las que había visto en Logroño, en Burgos o en Lérida, me percaté de que Augé no tenía la fortuna de conocer cuál era el paradigma de su campo de estudio: la estación de autobuses de Valladolid.
La estación es un espejo del tiempo. Las únicas que salen de allí persiguiendo sus sueños como hace veinte años lo hacía el ingeniero que emigraba a Madrid son las señoritas de rumbo y manejo que prueban suerte en otra ciudad. Donde antes había cierto heroísmo en dejar el pueblo para hacerse un camino allí donde las carreteras tienen doble sentido ahora solo hay estudiantas que dejan Íscar para que papá pague con horas extras experiencias sin futuro. Los extranjeros se agolpan en los bancos del interior a la espera de que el autobús les acerque a la familia que tienen en Plasencia.
La estación permanece como un esqueleto de los 70 que recibe pasajeros con inquietudes maquinarias, es un crisol de gentes anónimas que desean salir de ese espacio cuanto antes. El tiempo pasa más despacio por la estación, aún Djukic tiene opciones de ascender al Real Valladolid y aún hay niños que hacen rentables los cochecitos de juguete que ponen los comercios a la entrada. Los carteles y sus tipografías son estilos de una España alegre que ya fue, de puertas de madera con pomos redondos y plateados que encadenan edificios de la administración pública. Abocados al fin de la crisis del Humanismo con su muerte definitiva por la tarima y el silicio, pronto el Bus Stop, que se concibió con la idea de recibir varias decenas de hambrientos viajeros que llegan al nodo comercial de la submeseta, cederá a la sobremodernidad y tendrá que dejar de vender los refrescos de soda más caros de este lado del Pisuerga.
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