El Diario de Córdoba adelantó la noticia, que recogió CanalSur en su hatillo de sucesos: «Evaristo Encinas, un anciano de 80 años fallece apuñalado en el cuello, en las inmediaciones del Puente Romano cordobés». He hecho indagaciones porque el nombre del anciano, la edad y ... la ciudad de Córdoba unidos, me recordó a un Evaristo Encinas, al que conocí y del que no he sabido nada en más de 40 años.

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La pensión de doña Emilia, en la Plaza del Potro cordobesa, donde tuvo su estudio Julio Romero de Torres, era una réplica pueblerina de la ONU. Allí convivíamos huéspedes fijos con gente de paso, personajes que parecían descolgados de una novela negra, viajeros extravagantes que pasaban su vida cogiendo trenes hacia nunca supimos dónde. Representantes con maletones llenos de telas, zapatos y extraños artilugios. Uno con los treinta tomos de una enciclopedia, otro «delegado nacional» de un laboratorio de Massachusetts, con píldoras para toda clase de males: Diarreas, calvicie, eyaculación precoz, sífilis y hasta el mal aliento.

Entre los huéspedes fijos, tres maestros y un brigada con bigote corniveleto, al que su mujer había echado de casa, después de ponerle los cuernos con un capitán. Él se consolaba: «peor que me los hubiera puesto con un sargento». No faltaba una a la que apenas veíamos, porque dormía de día.

Y Evaristo Encinas, Caracolillo, un «vendedor de antigüedades», al que doña Emilia trataba con especial deferencia, porque pagaba puntualmente y por otra razón que él aclaraba: «Yo pago y le dejo una propina de suspiros y colores».

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Caracolillo, que también era decano de la pensión, conocía a todos los que por allí pasaban y estaba claro que a doña Emilia le satisfacían mucho sus propinas. Sin descender a los detalles, eso decía él, susurraba que la alcoba de doña Emilia olía a jabón verde, con una foto a tamaño natural de su viudo y un crucifijo en la cabecera, réplica del Cristo de los Faroles, «que si un día se desprende del techo nos jode la procesión».

Se llamaba Evaristo Encinas, como el anciano al que le han cortado el cuello. El apodo de Caracolillo le venía de su etapa como promesa del cante en un bar de carretera con lucecitas. Parecía gitano, pero ni él lo sabía porque no conoció a sus padres. Trabajó con un guarnicionero de Ubrique, que quiso enseñarle algo más que a tratar la piel, se fue y en unos meses «daba el agua» a unos carteristas en la madrileña estación de Atocha. Decía que en la cárcel de Carabanchel lo recibían con aplausos: «Desde niño, yo siempre estuve al otro lado de los guardias».

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Un día le sorprendieron afanando una cartera y la paliza fue tan grande que dejó el oficio: «Es que a mí me duelen mucho los dolores». Cambio radical, consiguió que lo contratara un anticuario y se hizo «especialista en antigüedades», aunque su especialidad mayor no salía de las casas en derribo, de las que se llevaba artesonados, grifería antigua, puertas, verjas y ventanas. Unas veces pagando poco y otras aligerando sus tesoros de madrugada. Todo lo guardaba durante meses en un cobertizo que tenía en el patio doña Emilia, «para que las cosas se enfríen».

Para Caracolillo todo era dinero «porque si una puerta desvencijada la envuelves con las palabras adecuadas, siempre hay un panoli que la compra. Yo, con mucho palique y algunos finos, puedo hacer esculturas de viento».

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Cuando me fui de Córdoba, él me llevó a la estación en una furgoneta DKV cargada de cachivaches. En cuarenta años no he sabido de él, pero ¿será Caracolillo el mismo Evaristo Encinas, el anciano al que le han cortado el cuello en las inmediaciones de un puente cordobés? No he logrado saberlo, pero el final del libreto parece escrito para él.

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