«La gripe española tuvo otros nombres. En España, y con propiedad, no fue española: se la llamó, entre otros, 'soldado de Nápoles', nombre de una canción pegadiza de aquel tiempo»
Alfonso Carvajal
Miércoles, 24 de junio 2020, 08:28
La modernidad antepone la ciencia a la religión. La identificación de la causa de las enfermedades infecciosas en la segunda mitad del siglo XIX inauguró un tiempo nuevo en esta ciencia. El hallazgo por Pasteur de los gérmenes como origen de esas enfermedades refutó de ... lleno la teoría imperante de la generación espontánea. Conocida la causa, el castigo divino como explicación quedó relegado al ámbito del delirio, o del dogmatismo, hay concomitancias. Ya no se hablará de pestes, sino más bien de epidemias, una palabra al igual antigua -se remonta al medievo- pero no tanto como aquella; procede del latín -epi, encima; demos, pueblo; es decir, epidemia significaría «por encima del pueblo»-.
El origen de las epidemias se pierde en la noche de los tiempos. Son incontables e incluso persisten las «pestes bíblicas» como la lepra. Su enumeración iría desde la malaria y el cólera hasta la tuberculosis, pasando por el sarampión y un largo etcétera. Ninguna, por su extensión y virulencia, como la que se dio en llamar «gripe española», que asoló el mundo en 1918, ya que su mortandad se estima en más de 50 millones de personas. El germen que la causó permaneció desconocido, se identificó por error una bacteria, la Haemophilus influenzae. En alguna ocasión se intuyó un germen de menor tamaño, pero su identificación como el virus que fue no vino hasta después.
Pero nada mejor para sumirnos en el arrebato de aquella pandemia que echar mano al contenido del 'Quadern Gris', de Josep Plá. La primera entrada del diario, la del 8 de marzo de 1918, reza así: «Como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la universidad. Desde entonces, mi hermano y yo vivimos en casa, en Palafrugell, con la familia. Somos dos estudiantes ociosos». Apenas unas frases para describir el ambiente de cotidianeidad en el que se presentan las catástrofes. En ese mismo tiempo, más al norte, en los campos de Francia, combaten con fiereza los ejércitos. La Gran Guerra. A la crueldad de la guerra de trincheras se añadían los estragos de una gripe sobrevenida que diezmaba las tropas sin distinción de bandos.
«Como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la universidad. Desde entonces, mi hermano y yo vivimos en casa»
Josep Plá, en 'Quadern Gris' (1918)
Estamos en Etaples, en el vértice superior de L´Hexagone, el Paso de Calais, un paraíso de playas, dunas y marismas, en una ruta de emigración de aves. Durante la contienda, ese pueblo pesquero del estuario del Somme fue centro de acampada de miles de soldados de las Fuerzas Expedicionarias Británicas. Desde allí partían a diario los refuerzos hacía el «frente occidental» y llegaban los heridos con la misma regularidad -se contaban hasta 20 hospitales con 20.000 camas-; en su momento, y por centenares, llegaron los aquejados de gripe. En el frio invierno de 1916-1917, tiempo antes de declararse la epidemia, médicos militares ingleses atendieron cuadros de lo que llamaron «bronquitis purulenta».
Embarga la emoción leer hoy el manuscrito de la serie de casos que publicaron en Lancet: se recogen 20, de los que 13 murieron. Describen los síntomas con detalle, la elevada fiebre que decae con el tiempo, la tos con expectoración, la dificultad respiratoria y la temible cianosis que anticipaba la muerte; el cuadro en suma que se repetiría por miles en los cinco continentes. La emoción no quita, sin embargo, que desde la perspectiva del tiempo transcurrido, reparemos en la insuficiencia de los gérmenes estudiados, solo bacterias. Se subrayaba con acierto, la gravedad de la enfermedad y el carácter epidémico del brote. ¿Fueron estos, los de Etaples, los primeros casos de la terrible pandemia que vendría después? Se cuenta con una posible pista. Uno de los autores del histórico artículo, el capitán Rolland, guardó una colección de muestras de tejidos extraídos de víctimas de la enfermedad. Esta colección, transmitida de generación en generación como el mejor tesoro, se conserva. Un biólogo evolucionista, Michael Worobey, dio con ella.
Llama la atención las vicisitudes del feliz hallazgo. Si en esos tejidos de casos tempranos estuviera el virus de la gripe española, se tendría la clave decisiva para desvelar el origen temporal y espacial de la pandemia. Sería posible. En el laboratorio de este biólogo se pone a punto una técnica para descifrar el enigma que contiene esta Piedra Rossetta. Más lejos, al otro lado del Atlántico, en Kansas, la tierra de los girasoles, otro acuartelamiento recibía al tiempo, y por millares, reclutas de todos los rincones de los Estados Unidos. Estamos ahora en Camp Funston, emplazado en una reserva natural entre dos lagos, lugar de paso y anidada de numerosas aves. En un ambiente de barracones, un médico militar notificó a las autoridades sanitarias un brote epidémico de gripe que obligó a hospitalizar a centenares de contagiados en una sola semana. El primero en caer fue el cocinero, el 4 de marzo de 1918. Ese brote fue benigno y remitió.
Mientras tanto, remesas de soldados, sanos y enfermos, embarcaban y viajaban hacinados rumbo a Europa. Las crónicas del 'Leviathan' -el mayor transbordador de la época- dan fe del movimiento. Así pues, en Francia o en los EE UU podría estar el origen de la pandemia. Una tercera hipótesis, no obstante, la sitúa en China. Un trance de la guerra apoya la idea. Las enormes exigencias del frente desguarnecieron la retaguardia, y para compensar la carencia de mano de obra se recurrió a trabajadores de las provincias del norte de China. Esas provincias sufrieron en 1917 una epidemia de una llamada «enfermedad del invierno» con síntomas similares a la gripe.
Fue a partir de febrero de ese año cuando empezaron a salir contingentes de trabajadores hasta completar la cifra estimada de 96.000 en los meses siguientes. Al igual que ocurría con las fuerzas expedicionarias de los EE. UU., sanos y enfermos eran embarcaban juntos en el puerto chino de Weihai con destino a Francia. Una de las rutas seguidas atravesaba Canadá, desde Vancouver en el Pacífico hasta Halifax en el Atlántico -hay constancia de la atención médica recibida por los enfermos en ese país-. Aquella travesía de tres continentes bien pudo dejar la siembra de contagios que crecería más tarde. Surgiera en uno u otro punto la epidemia, las duras condiciones del frente y de la retaguardia, junto con los movimientos masivos de tropas, contribuyeron sin duda a su propagación.
El origen vírico de la enfermedad no quedó probado hasta 1933. Comenzó una carrera entonces para identificar el tipo de virus, una etapa apasionante. Se hacían necesarias muestras de tejidos donde poder encontrarlo. En 1951, Johan Hultin, un joven patólogo, las busca en el permafrost de la lejana Alaska: excava la fosa común donde se enterraron las víctimas de la pandemia -murieron 72 de los 80 habitantes del enclave-. De vuelta, en el laboratorio, comprueba con decepción la imposibilidad de extraer el virus del material recogido. Medio siglo después, estimulado por la lectura de los trabajos de Jeoffry Taubenberger, que había logrado ya descifrar la secuencia de un segmento del genoma del virus, el mismo Hultin, menos joven, viaja por segunda vez a Alaska con idéntica misión.
Hubo esta vez mejor suerte, encontró la muestra buena en el cadáver de una mujer obesa a la que llamaron Lucy. Con este material, Taubenberger y su equipo fueron capaces de reconstruir las secuencias de los ocho segmentos del genoma completo. Una hazaña. Era un virus de la gripe A H1N1. Y se fue más lejos, una decisión arriesgada. Conocida la secuencia genética del virus, se programó su replicación en células renales caninas. Se logró así resucitar el virus que causó la más devastadora de las pandemias de la historia. La posterior inoculación en ratones confirmó su letalidad, murieron todos. Este virus se encuentra a buen recaudo en un laboratorio de máxima seguridad en Atlanta.
¿De dónde salió? La mayor parte de los virus de la gripe proceden de las aves, pero este, en concreto, ¿de dónde vino? Con gran probabilidad, procedía, sí, de las aves. El salto entre especies requiere de ciertas condiciones. Las ánades salvajes son reservorios de estos virus, en sus migraciones se juntan con aves domésticas; el salto de estas últimas a la especie humana dada la relación resulta previsible. En estos saltos-entrecruzamientos- los virus se modifican, hay una recombinación con el material genético del nuevo huésped, una adaptación. Esto parece ser lo que ocurrió, uno de los ocho genes del virus que causó la gripe pandémica de 1918 ya estaba en los humanos, el resto se incorporó de las aves. El entrecruzamiento y la recombinación debió suceder poco tiempo antes de la eclosión de la pandemia.
La mayor parte de los virus de la gripe proceden de las aves
La gripe española tuvo otros nombres. En España, y con propiedad, no fue española: se la llamó, entre otros, «soldado de Nápoles», nombre de una canción pegadiza de aquel tiempo. Es sabido que no existió tratamiento eficaz y que, aparte de la aspirina a dosis altas, otros remedios como la quinina se ensayaron. Hubo peculiaridades patrias, aunque epidemia moderna en aquel sentido, se hicieron rogativas; la más notable la del obispo de Zamora, Antonio Álvaro y Ballano. Según él, la gripe se debía a «los pecados y la ingratitud»; convocó una misa y una novena en honor de san Roque, protector frente a las pestes, todo un éxito, «una de las victorias más importantes que ha obtenido el catolicismo». Zamora tuvo la proporción más alta de infectados en España.
Es sabido que la pandemia tuvo aquel año dos oleadas: la segunda, en el otoño, fue la peor -se habla de una mayor patogenicidad del virus o de una mayor susceptibilidad a enfermedades asociadas en los meses fríos: neumonías-. De nuevo, el diario de Pla recoge este pronóstico más sombrío en la entrada del 18 de octubre de 1918: «La gripe hace terribles estragos. La familia se ha tenido que dividir para ir a los entierros».
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