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Mientras yo andaba en las olas de Donosti, Villarejo decía en sede parlamentaria que al Rey Juan Carlos le inyectaban hormonas femeninas para reducir su fogosidad, pues su líbido, dice, suponía un problema para la nación. Sabíamos del riesgo de un golpe de Estado, ... pero no vimos venir el golpe de calor. En mi vida he sido testigo de sucesos alucinantes, pero incluso desde ese momento en el que me encuentro en que creo que cualquier cosa es posible, entiendo que Villarejo sueña de noche y cuenta de día.
No estaba pensando en Villarejo y los cables de los micros de España, ni en la carencia de superconductores, la estanflación, ni en lo de Otegi. Estaba pensando en el mar. Sí que he llegado a la conclusión de que, siendo cierto que todos los gobiernos han negociado con los enviados de ETA, a ninguno se le había ocurrido negociar los Presupuestos Generales del Estado con los enviados de ETA. Siempre hay una primera vez; no sé cuándo fue mi primera vez en el mar aunque en los primeros recuerdos hay frío, arena pegada a la piel y el dolor de cuando me pillaron el pitilín con la cremallera del pantalón. Sucedió en el paseo junto a la playa de Ondarreta y lo sé porque allí estaba la estatua de María Cristina, que siempre me pareció una señora feísima, y desde aquel día me da un miedo terrible.
El mismo mar lo tengo ante mí en la playa de Gros de Donosti y en él coincido con los peces que saltan a lo lejos escapando de algo, aunque no sé el qué. Todas las cosas que suceden en el mar en el que uno se baña tienen que ver con uno y de alguna manera, está unido a ellas: el pez, el agujero de la roca, el ahogado de la víspera se sienten con una cercanía distinta a la que se da en el aire como si le tocaran a uno.
De pronto, parece agosto. Mi padre decía que el verano en San Sebastián caía en jueves y este año duró hasta ayer, veinte de octubre. Aún van los niños en camiseta y a las guiris les sorprende esta versión inesperada del Caribe y se echan sobre la arena de La Concha en ropa interior, allí posadas con el bolso, el smoothie y el libro.
Mientras permanezco sentado en la tabla, todo lo que sucede a mis espaldas carece de importancia. Solo importa el mar, cristalino en tonos azules que con la espuma de las series componen la bandera txuri-urdin de la Real Sociedad. Así pasamos media vida: mirando el mar en todas sus formas y dimensiones, la playa domesticada de hoy en la que prueban suerte con el surf las turistas alemanas y el temporal que sobreviene cuando el mar es el mar en olas que parecen edificios lanzados contra la tierra, algas, cascotes y dramáticas blancuras.
Igual resulta que Donosti es una ciudad enferma de belleza, un estado alterado de la percepción por el que uno nace, crece y muere sobre una sucesión de tempestades y atardeceres naranjas, y en esa carrera pasan diez años en diez minutos y el horror adopta formas extrañas y sibilinas que por alguna razón nos son ajenas. Los de ETB han preguntado en una encuesta cuándo debería haber dejado las armas ETA. El 9,3%, cree que lo hicieron en el momento oportuno, un 0,6% responde que más tarde, el 67,4%, que antes. Una de las opciones de la encuesta era que ETA nunca debió usar las armas. Solo la eligió el 12,5%.
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