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C uando pasa el cortejo real ante el Palacio de Buckingham, todo se vuelve brillo y clarín fulgurante. La razón es de fundamento: la reina de los ingleses, los galeses y los escoceses viaja en carroza dorada al Parlamento de Westminster, rodeada de la multitud ... y la parafernalia cuya imagen y sonido recuerdan el esplendor de la monarquía británica que engendró cincuenta y cuatro países en los cinco continentes, la monarquía de los Tudor y los Windsor, la vencedora de la perfidia española y la prepotencia francesa, la victoriosa frente a la Armada invencible. Solo un pontífice romano podría alardear de tanto brillo ceremonial y griterío público en la plaza de San Pedro, aunque ella, monarca del Reino Unido, ostenta también el título de Jefe Supremo de la Iglesia anglicana de Inglaterra. Todo se vuelve espectáculo para el pueblo en la iglesia y en el palacio real.
Isabel II comenzó a trabajar para el reino antes de su coronación. En junio de 1941 cayó un cohete V.2 disparado por la artillería de Hitler sobre el palacio de Buckingham. Su madre, la reina consorte, salió a la calle con sus hijos, consoló a las víctimas de los bombardeos, infundió coraje a los soldados y proclamó: «Los reyes también somos pueblo». Isabel II se echó también a la calle con su figura pequeña y regordeta, sus grandes bolsos, sombreros sempiternos y dicción aguda de otra época.
En un encendido ditirambo, el diario conservador 'The Telegraph' sostiene que ningún otro monarca viajó por el mundo más que la reina Isabel: 1.032.513 millas y 117 países en su agenda. Nunca en su historia secular practicó ninguna otra monarquía británica tanto pragmatismo en el fondo y en la forma. Estaba ella tan desprovista de opiniones y emociones en público que Isabel II de Windsor solo mostraba su personalidad en la dudosa elegancia de sus abultados bolsos cargados de artículos cotidianos como la billetera, las llaves y el teléfono.
El empeño viajero de la reina comenzó antes de la desmembración del imperio británico, las colonias de la Corona de hace medio siglo desde Hong Kong y la India hasta Jamaica. Ningún otro país ha cambiado tanto como el Reino Unido durante los últimos cien años. Con la subida al trono de Isabel II, el Reino Unido proyectó una nueva política racista, paternalista y de tutela para dar cabida a las repúblicas asiáticas en la Commonwealth, secuela del imperio y vehículo para preservar la influencia internacional de Gran Bretaña. La reina asistió sin aspavientos al desguace de esa herencia imperial y supo llenar el vacío de poder con su presencia.
Un análisis del reinado de Isabel II publicado por el semanario 'The Economist' resume con esta fórmula cómo ha cambiado el Reino Unido desde que Isabel II fue coronada en 1953: menos niños, menos mineros del carbón y menos repollo. La emigración de las antiguas colonias aseguró el crecimiento demográfico, y hace setenta años el carbón alimentaba las fábricas y los trenes, cuyo humo penetrante se unía en las grandes urbes al olor del repollo cocido del racionamiento de la postguerra. Para que una democracia funcione en un país en declive, su monarquía hereditaria requiere que la ciudadanía acepte la ficción y sea capaz de mostrar, por encima de la política, cómo el rey o la reina representan a toda la nación y a sus valores. La Reina Isabel dio los primeros pasos para renovar a la monarquía: suprimió a los Lores hereditarios, aceptó un drástico recorte de los gastos de la Casa Real y transigió con el fisco para el control de sus negocios. Son los signos de los tiempos.
La magia de la monarquía nunca atrajo tanto a los británicos como en los desquiciados años la princesa Diana y su muerte bajo un puente de París. Isabel II logró frenar aquella catástrofe amplificada por la prensa en busca de escándalos de reyes, príncipes, consortes y princesas divorciadas, materia prima de calidad exquisita para su consumo populista. La reina del 'annus horribilis' entreabrió la puerta del palacio y siguió armando caballeros del imperio de tanto gancho popular como el actor Sean Connery, Agente 007 al servicio de su Majestad. Mas Gran Bretaña no es 'dianalandia', y los fantasmas ya no viven en palacio. Así que los británicos, siempre pragmáticos, están dispuestos a romper algunos tabúes y admitir la subida al trono de una divorciada.
Con su ancestral y bien probado realismo, nunca sospecharon los ingleses que la reina Isabel II fuera inmortal a pesar de su prodigiosa longevidad, pues nada en su biografía conocida indicaba que tuviera ella especiales relaciones con el más allá. El príncipe Carlos ha esperado el trono hasta la edad jubilar de sus 73 años. Él se esfuerza en acercarse a la gente, aunque salga en la foto algo desmejorado; no se muerde la lengua a la hora de condenar a los arquitectos destructores de la herencia inglesa; lanza anatemas contra los científicos empecinados en alimentar a la humanidad con cereales transgénicos y practica el apostolado de la ecología. Nadie podría imaginar un rey más adecuado para los ingleses del siglo XXI.
Pasaron las revoluciones y la antigua potestad de los reyes ha cedido el paso a las democracias, acordes también con la corona. La monarquía moderna le ha dado la vuelta a la historia: ejerce su poder muy restringido a cambio de ser útil y perdurar. En la escena planetaria de los mitos, reyes, delfines y princesas vuelven a estar en el primer plano. Que Dios acoja a la reina en su seno.
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