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Posiblemente, el derecho que defiendo con más vehemencia es el derecho a contradecirme. Y no sólo lo defiendo, sino que lo ejerzo en cuanto tengo ocasión: hace tres días dije una cosa en esta página y, ahora, diré la contraria. Y tan pichi. En un ... domingo absurdo de febrero, una puede rebatir sus propios argumentos moviendo el flequillo al son de «Donde dije digo digo Diego» de Los Nikis.
Escribí que había empezado a metabolizar la nueva normalidad. Y estuve convencida de ello durante un buen rato, hasta que me di cuenta de que no era cierto: si ya me cuesta metabolizar los carbohidratos de absorción lenta, cómo voy a poder digerir esta situación. A una, que ha glosado lo infraordinario más que Georges Perec, el encanto de lo cotidiano ya le produce ardor de estómago, tanto como el valorar los pequeños detalles. Comienzo a hartarme de esta vida minimalista reducida a una muestra de perfumería. Menos no es más, menos es menos. Menos es una miseria.
Abandono a Mies Van der Rohe y me acojo a Frank Gehry. Más es más. Y mejor. Que vivan el maximalismo, el exceso, las bodas con cuatrocientos invitados y tres días de jarana, los viajes lejanos, las familias grandes, los labios rojos, los bares atestados, los aperitivos que se convierten en cenas, los conciertos multitudinarios en los que acabas abrazando a desconocidos, las congas y «Paquito el chocolatero». Quiero dejar de bailar sola en mi casa. Y, sobre todo, quiero quejarme sin sentirme culpable por quejarme y ejercer mi derecho al pataleo. No, retiro lo dicho: al lado de todos aquellos a los que la pandemia está estrujando sin tregua ni piedad, no tengo derecho a lamentarme. Y sí, soy capaz de contradecirme en un mismo párrafo.
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