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Ya no hay senados como los de antes. Al menos, esa es la sensación que me invade tras la ración de cine romano, preceptivo en pascuas perimetrales, que me he metido entre pecho y espalda la semana pasada; como ese Espartaco, del que renegó Stanley ... Kubrick, más intenso que una torrija con miel de la Santa Espina y que no caducará jamás. Allí están –como siempre, inmaculadas– las hermosas y afiladas frases que Dalton Trumbo regaló a un Graco llegado a este mundo gracias a la presencia apabullante y zalamera de Charles Laughton para envenenar a Craso, el magro, complejo y tormentoso personaje encarnado por Laurence Olivier, ante la escenografía de un hemiciclo impecable y recién marmoleado en el que se mastica premonitoria la tragedia de Julio César, aún joven y becario en práticas.
Esos sí eran senados a los que patricios y plebeyos, en un eterno enfrentamiento irresoluble que –salvando las distancias– continúa intacto, acudían con el fin de fajarse un rato a palabras y otro a puñaladas. Y aunque el Senado de Craso, Graco y Julio César de colores y panorámico poco habrá de parecerse al que fuera realmente, basta sobrevolar los comentarios sobre la guerra de las Galias que dictó Julio César o las Filípicas de Cicerón para advertir el esmero con que los titulares de la institución habrían de tomarse su tarea cotidiana.
El nuestro, sin embargo, ha desarrollado gracias a su marchamo territorial una inercia ralentizada que permite su tránsito legislatura a legislatura sin hacer apenas ruido. Si el cine lo recreara hoy acaso debiera inspirarse en el cementerio de elefantes, oculto tras una catarata, que descubrimos gracias a las películas de Tarzán –otro postre típico de estas fechas–. Al menos, igual de enigmática y recatada que aquel resulta su actividad en detalle. No ya por su dificultad para lucir, en caso de ser útil, sino por su incidencia. Nuestro Senado ha hallado su sentido, al margen de la tramitación legislativa que cumple y administra sin tener en cuenta la verdadera necesidad territorial de sus representados, en la logística de los partidos a fin de acomodar a algunos miembros leales que hayan visto asomar la hoja roja en el librillo de su carrera política; también como almacén trastero de los jarrones chinos demasiado delicados para ser expuestos a los vaivenes de las puertas giratorias, o como centro de acogida que habrá de evitarle la intemperie, allí donde tenga lugar, a algún inesperado fiasco electoral.
Los que fueron a no hacer nada, en efecto, cumplen. También los consagrados al asombroso arte de hacer como que hacen. Quienes esperan el fin de su carrera política, por su parte, completan despacio las galerías mientras canturrean. Sin embargo, Mercedes Cantalapiedra, senadora por Valladolid, ha hallado en el balneario más ilustre y anodino del país el lugar perfecto para recuperar el tono y la forma política. También para desligarse del pasado municipal de León de la Riva y planificar un regreso con la imagen renovada. Qué no logrará la distancia hecha olvido. Quienes se aliviaron con su retirada acaso fruncieron el ceño al comprobar la huella de una actividad notable en la cámara de la quietud, donde pareciera mantener un discreto pero disciplinado programa de entrenamientos. En media legislatura ha planteado más preguntas al Gobierno que la suma del resto de senadores representantes de los intereses vallisoletanos. Su elección como secretaria general del partido en Valladolid tampoco habrá calmado a sus compañeros autores de una oposición municipal que no da con la tecla a pesar de sus empeños, que acaso haga aguas por su fijación con los yates y los reventones y que sin duda empezan a verla venir, aún de lejos, desde el otro lado de la catarata.
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