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El calor causó 47.000 muertes en Europa el pasado año; de ellas, más de 8.300 en España, según un informe publicado la pasada semana. No se trata de fallecimientos vinculados a episodios esporádicos y fulminantes, sino a enfermedades desencadenadas o agravadas por las altas temperaturas que anticipan el final de la vida de pacientes crónicos y ancianos en la mayoría de los casos. Las cifras hablan por sí solas. Ese ejercicio y el anterior fueron los más tórridos de la última década y los dos que registraron más víctimas mortales por este motivo. El hecho de que aún así las víctimas mortales que podrían haberse producido en el continente se hayan reducido un 80% durante el presente siglo por los planes preventivos de las administraciones y el uso extendido del aire acondicionado retrata la magnitud del problema. La incesante subida de las temperaturas, de letales consecuencias para la salud pública, no es consecuencia del azar, sino de la acción del hombre. Paliar los efectos más perversos del cambio climático exige cambios en el modelo productivo y el modelo de vida. Cuanto más tarden en llegar, mayor será la factura que paguen el planeta y quienes lo habitan.
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