En su regreso a la jefatura del Gobierno, Donald Tusk asume desafíos enormes. El primero, liberar a los polacos de la losa de un poder nacionalista y populista que los últimos ocho años protagonizó un retroceso social y político, obsesionado por la lucha contra la diversidad y el control de las instituciones judiciales. Hasta el punto de comprometer el Estado de Derecho y alimentar una pugna con la Unión Europea. El dirigente conservador debe trabajar por el reconocimiento efectivo de los valores comunitarios como vía para recuperar los 60.000 millones que Bruselas mantiene congelados.
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Su reivindicación de la defensa como prioridad revela que no busca un escenario de ruptura, sino el restablecimiento de la credibilidad de Polonia en la UE y un protagonismo entre los Veintisiete que no le otorgarán los cantos de sirena que llegan de EE UU sino el compromiso con los retos de Europa. El más urgente, la continuidad del apoyo a Ucrania. Tras unos meses de obstrucción de las exportaciones ucranianas, el vibrante llamamiento de Tusk «a la total movilización de Occidente» a favor del esfuerzo bélico de Kiev tiene que inspirar la cumbre de jefes de Estado y de gobierno de mañana.
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