
La angustia y la solidaridad activa con la que Estonia, Letonia y Lituania viven el intento de Vladímir Putin de apoderarse de Ucrania se origina en la negra memoria de la común pertenencia a la URSS. A diferencia del país atacado, las tres repúblicas gozan desde 2004 de la doble protección de la Unión Europea y la OTAN. Pero la anexión de Crimea en 2014 y la invasión masiva del territorio ucraniano, que ya dura más de tres años, han acrecentado la amenaza para los Estados más expuestos a la voracidad del Kremlin. Finlandia corrió a refugiarse en la Alianza Atlántica y Polonia gasta ya casi el 5% de su PIB en defensa. La patente falta de compromiso de Donald Trump con la seguridad de sus socios europeos y el chantaje que plantea a cambio de mantener el apoyo a Kiev aceleran el compromiso de estonios, letones y lituanos para levantar una línea conjunta de refuerzo terrestre contra Rusia y su títere Bielorrusia. Una fortificación de mil kilómetros con búnkeres y trincheras y una consecuencia desgraciada: la salida del tratado de prohibición de minas antipersonas. Un logro que sucumbe ante la urgencia de asegurar el Báltico frente al, de momento, peligro híbrido procedente de Moscú.
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