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La decisión de Claudia Sheinbaum, presidenta electa de México, de no invitar a Felipe VI a su toma de posesión contó ayer con una explicación que agrava el desencuentro. Sheinbaum alegó que se debe a que el Rey no respondió a la carta enviada por el todavía presidente en funciones, Andrés Manuel López Obrador, requiriendo «que el Reino de España exprese de manera pública y oficial el reconocimiento de los agravios causados». Carta que el presidente López Obrador considera «respetuosa y formal», del mismo modo que su sucesora en el cargo destacaba ayer que atender a la misma «hubiera correspondido a la mejor práctica diplomática». Sin embargo, Claudia Sheinbaum cursó una invitación al presidente Pedro Sánchez ya en julio para que asistiera a su toma de posesión. Sugiriendo así que este representaría a los españoles actuales, mientras que don Felipe encarnaría la monarquía responsable de «las atrocidades cometidas contra los pueblos originarios de México».
México no sería lo que es sin España. Y tampoco España sin México. Pero la memoria dictada desde el poder en ningún caso debe sentirse legitimada para revisar la historia a brochazos. Mucho menos para reinterpretar la actualidad constitucional de nuestro país. Si Felipe VI evitó responder al envite del presidente Andrés Manuel López Obrador fue precisamente por querer ceñirse «a la mejor práctica diplomática». Y aunque López Obrador y Sheinbaum hayan pretendido suscitar contradicciones a este lado del Atlántico, han de saber que en nuestro sistema constitucional el jefe del Estado no puede actuar al margen del Gobierno. Moncloa y Zarzuela han mostrado en este caso una sintonía constitucional plena. Porque tampoco cabía otra ante el revisionismo claramente intencionado de López Obrador y de Sheinbaum.
Corresponde a los historiadores catalogar las atrocidades cometidas durante siglos, incluso discutir sobre sus causas y efectos. Y existe una consciencia amplia de que los españoles expatriados entonces en América, y España en su conjunto, deben muchísimo a los ancestros de quienes ahora se encuentra en condiciones de acoger nuestro país. Pero el pasado está en nuestros apellidos y en los actos propios. Ni Andrés Manuel López Obrador ni Claudia Sheinbaum pueden erigirse en herederos de «los pueblos originarios de México» sin juzgar la conducta de sus antepasados, junto a sus acciones y omisiones en el México de las últimas décadas.
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