Resultan incuestionables los progresos de toda índole que han supuesto el desarrollo de Internet y el acceso generalizado a él a través de los móviles. Esa combinación ha facilitado la transmisión de conocimientos, favorecido la interacción personal, transformado por completo algunos sectores económicos y modificado profundamente los hábitos sociales. Se trata de una auténtica revolución en múltiples planos que, junto a sus ventajas, comporta nuevos riesgos que es preciso afrontar con determinación. Entre ellos destacan los vinculados con la exposición de los menores a las pantallas. El Consejo de Ministros ha aprobado esta semana el informe sobre la materia que encargó a una comisión de expertos. Sus recomendaciones para procurar un entorno digital seguro apuestan por eliminar cualquier contacto con esos dispositivos de los niños de hasta 6 años, priorizar el uso de teléfonos analógicos –sin conexión a la red– entre los de 12 y 16 y limitar las tabletas y ordenadores portátiles en la enseñanza, una marcha atrás en línea con la emprendida por otros países.
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El preocupante aumento de las patologías mentales por un empleo abusivo de aparatos tecnológicos revela solo una parte del problema, manifestado también en un peor rendimiento escolar, el visionado de pornografía o imágenes de extrema violencia a edades tempranas y la proliferación de casos de acoso. El rigor científico del documento está fuera de discusión. Cuestión distinta es que el desarrollo de algunas de las propuestas más llamativas sea viable en la práctica al perseguir una drástica reconducción de realidades muy consolidadas. Una clara muestra es el veto a las redes sociales y a Internet a los adolescentes cuando esas vías canalizan una parte nada despreciable de las relaciones personales.
No se trata de demonizar el entorno digital, sino de intensificar la concienciación ciudadana sobre sus riesgos potenciales y sobre la necesidad de una pedagogía desde la infancia dirigida a su buen uso, que ha de partir del ejemplo de los adultos más próximos. Poner puertas al campo es inútil. Pero resulta obligado –y ni parece ni puede ser una misión imposible– instruir a los jóvenes sobre su propia responsabilidad y el ejercicio educativo y supervisor que corresponde a las familias, de forma que, junto a una ineludible implicación de las empresas tecnológicas y de las plataformas, sean conjurados los principales peligros que les acechan por Internet.
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