La estadística del INE que constata que la cifra de suicidios en España se redujo el año pasado por primera vez en el último lustro constituye un dato benéfico que no debe llevar ni a relativizar el alcance de un drama de proyección colectiva –3.952 ciudadanos se quitaron la vida, 194 de ellos menores de 25 años–, ni a trivializar la relevancia de diagnosticar certeramente las causas de todas esas muertes por decisión personal. Una exigencia esta última necesaria para determinar si el repunte de autolisis en el amplio lapso de la pandemia constituyó un episodio transitorio producto de unas circunstancias excepcionales y cuánto del descenso registrado en 2023 puede responder a la difuminación de las angustias vitales derivadas del confinamiento. Ello asumiendo la dificultad de establecer qué porcentaje de un desgarro social que conmueve y desconcierta deriva de malestares endógenos que se hacen tan insufribles como para querer acabar con la propia existencia y qué parte es producto de trances coyunturales que terminan por apagar la esperanza. Pero sea cuál sea el dictamen, es perentorio avanzar en el levantamiento del velo sobre el tabú, estar alerta contra el riesgo y detectar precozmente las conductas suicidas.
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