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El candidato socialista a la investidura, Pedro Sánchez, expuso ayer ante el Congreso de los Diputados los propósitos que aspira a presidir trazando una línea divisoria entre la coalición «de progreso» que él encabeza y una oposición a la que calificó insistentemente de «retrógrada» ... y «reaccionaria». Una línea divisoria que dibujó sin concesiones recurriendo tanto a los acuerdos alcanzados entre el PP y Vox para gestionar comunidades autónomas y municipios como al auge de la extrema derecha en Europa y de las autocracias en el mundo. Su empeño por identificar a todo el conservadurismo español con la ultraderecha no es solo un exceso verbal. Se trata del argumento buscado para eludir esfuerzo alguno de cara a que el «diálogo» que reivindicó cruce la frontera entre las izquierdas y las derechas en pro de la convivencia. Para limitarlo a las relaciones entre el PSOE y Sumar con los socios que les permitirán reeditar el Ejecutivo.
La réplica del presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, reveló que el abismo entre los dos principales partidos se ha agrandado tras las dos últimas elecciones. Una muy mala noticia para el país porque deja su futuro al albur de lo que dicten los extremos del arco parlamentario. El líder popular desgranó los motivos por los que sus diputados y diputadas votarán hoy no con un severísimo juicio sobre la conducta de Sánchez en el que empleó dos términos que reflejan la aguda polarización existente: «fraude» y «corrupción». Con ellos se refirió a que el candidato socialista ha optado por conceder la amnistía que negaba días antes del 23-J y ha obtenido el decisivo apoyo del independentismo catalán también gracias a una particular revisión de los flujos financieros. Tras lo que vendría la sombra del «golpe de Estado» y de Hitler a la que aludió Santiago Abascal en unos excesos verbales que deforman groseramente la realidad y no son de recibo. El enconamiento entre los dos dirigentes que se han sometido a la investidura tras el 23-J se volvió ayer insufrible. Cegados la moderación y el centro político, el pleno se convirtió en una manifestación lacerante de ese desencuentro en un ambiente hiperventilado por exageraciones apocalípticas desde las dos trincheras en las que se ha dividido el Parlamento.
Sánchez se presentó con 179 escaños a su favor que le aseguran la investidura. Hizo públicos intenciones y anuncios de continuidad respecto a la ejecutoria izquierdista de sus gobiernos en los últimos cinco años. Expuso un programa social atractivo con una retórica cuidada, aunque sin avalarlo financieramente ni conectarlo con las concesiones al resto de los grupos que le respaldarán hoy. Y no pudo mostrar las ventajas de la amnistía para aproximar las pulsiones independentistas a la convivencia constitucional, aunque vino a expresar que sin la excepcional medida de gracia no habría Gobierno «de progreso».
La legislatura queda así en el aire, pendiente fundamentalmente de la liza entre ERC y Junts, que le advirtieron de su persistente desconfianza hacia el PSOE y de que el nuevo Ejecutivo deberá ganarse la estabilidad «acuerdo a acuerdo», en palabras de la postconvergente Miriam Nogueras. Pendiente también de que la anunciada 'política del perdón' no provoque la desconexión de millones de españoles de las comunidades de régimen común respecto a las instituciones de todos. Esa es la balanza crítica a la que se enfrenta el candidato cuando la «generosidad» a la que se refirió ayer atiende, sobre todo, a reclamaciones del independentismo catalán frente a la incomprensión discrepante que se extiende por el resto del país.
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