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La promoción por la UE de la primera ley internacional para regular la utilización de la inteligencia artificial, que se prevé que esté plenamente en vigor en 2026, pretende dar respuesta a una evidencia necesaria: que lo que ha creado la mano del ser humano debe seguir balizado ahí, bajo su control ético combinado con los avances tecnológicos y el libre mercado, sin que se produzcan desmanes ni aplicaciones espurias que lo conviertan en un fenómeno tan ingobernable como peligroso. La pesada maquinaria europea impide, en no pocas ocasiones, anticiparse a fenómenos novedosos que avanzan vertiginosamente propulsados por el progreso técnico.
Esta legislación pionera en el mundo está sometida a la prueba de la propia evolución de la invención robotizada, a la competencia de potencias democráticas como EE UU y a la falta de escrúpulo de aquellos regímenes que la aplican ya para estrechar aún más los márgenes de los derechos civiles y la libertad individual. Pero la Unión se reafirma en sus valores fundacionales cuando opta por explorar una vía reguladora que reconozca los avances y ventajas que puede aportar la inteligencia artificial tratando de evitar sus riesgos para la integridad y seguridad de su ciudadanía.
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