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Al cumplirse un mes de las elecciones, sobre las que planea la sombra de un clamoroso fraude, Venezuela se ve sometida a una nueva vuelta de tuerca de un régimen autoritario que ni siquiera se molesta ya en guardar las más mínimas apariencias democráticas y que ha recrudecido la represión como método de acallar a quienes osan defender sus derechos. Con todos los poderes del Estado bajo su control, Nicolás Maduro se empeña en ignorar la presiones de la comunidad internacional, incluidos los gobiernos izquierdistas de Brasil y Colombia, y parece dar por superada la necesidad de probar su supuesta victoria en las urnas –lo que sigue sin hacer– como si la controvertida convalidación de los resultados oficiales por el Tribunal Supremo, en manos de sus fieles, sin mostrar las actas de votación hubiese despejado todas las incógnitas. Sus mensajes de delirante populismo ramplón y los cambios anunciados en el Ejecutivo revelan la cara más radical de un chavismo dispuesto a atrincherarse en las instituciones a cualquier precio y carente de escrúpulos en el uso del miedo como arma de disuasión frente a los críticos, aunque estos sean una parte considerable de la población.
Esa peligrosa huida hacia adelante ha agravado hasta el límite la fractura política en el país. De hasta dónde está dispuesto a llegar el régimen da fe la mayúscula ofensiva judicial, policial y propagandística contra la oposición, con su candidato, Edmundo González, acusado de conspiración, entre otros presuntos delitos, y expuesto a ser encarcelado por publicar actas electorales que demuestran su holgado triunfo y a las que otorgan credibilidad observadores independientes. Inmune a los llamamientos del exterior, apoyado por las Fuerzas Armadas y decidido a aplastar cualquier disidencia, Maduro no contempla otra opción que su enrocamiento en el poder en un ejercicio de resistencia del que ya ha salido exitoso en ocasiones precedentes sin que aparentemente le inquieten ni el desbordado malestar ciudadano, que aplaca con una engrasada maquinaria represiva, ni su creciente aislamiento.
Se aleja así la esperanza de un cambio que reconduzca Venezuela hacia la democracia. Sin embargo, ni la oposición –cuyos dirigentes permanecen ocultos para evitar su detención bajo cualquier excusa– ni la comunidad internacional pueden darse por vencidos en su defensa de las libertades y de la dignidad de un pueblo frente a una tiranía cada vez más cruel.
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