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La presidenta del Ejecutivo europeo, Ursula Von der Leyen, anunció este martes la retirada del plan para reducir el 50% el uso de pesticidas en la UE. Es la primera victoria de las protestas agrarias que recorren Europa y que en Francia y Bélgica, hace ... unos días, y en España desde el pasado viernes, bloquean las zonas más pobladas, transitadas y estratégicas de las comunicaciones por carretera. A estas alturas de las quejas y con toda la sociedad pendiente de los agricultores, se sabe de sobra que la queja básica del campo se sustenta en una docena de puntos, que pueden resumirse en dos esenciales: no a la nueva PAC y no a la Agenda 2030. Y la conclusión de que el campo está harto de restricciones, tanto económicas y financieras (PAC) como medioambientales (Agenda 2030). Incluso puede decirse que el campo está harto de la ciudad. Los agricultores han estallado por que en las ciudades (llámense Bruselas, Madrid o Valladolid) se regula lo que les afecta con criterios urbanitas y no agrarios. Ni siquiera ecológicos, por mucho que la normativa aluda a una más que necesaria sostenibilidad ambiental, que en el campo se traduce en prácticas restrictivas, de costes cada vez más inasumibles y con derivadas que extienden el perímetro de la mal llamada «España vaciada».
Lo que se decide en los despachos oficiales, muchas veces con la aquiescencia de los interlocutores del sector, está visto que no sirve a un colectivo que ve cómo cada vez desde Europa se le constriñe más en su hacer diario, con grave perjuicio para los productos que cultivan, mientras que, impotentes, asisten a una más que manga ancha con los mismos productos de terceros países que entran en Europa en desigual competencia con los de aquí, ya que, sin ir más lejos, no se les exige los mismos controles fitosanitarios.
El hartazgo del campo ha alcanzado su máximo en un momento económico, social, político y climático de gran tensión. Económico, por los cada vez más altos costes de producción, aunque su origen tenga distintos componentes, algunos exógenos al propio sector, como la guerra en Ucrania, pero otros originados por la inexistente protección a los productos del agro europeo, mientras se ha facilitado la entrada de otros de terceros países a precios insostenibles para los productores agrarios de aquí. Social, porque aún está en proceso de recomposición la complicada estructura productiva, que quedó herida por una pandemia mundial que llegó sin haberse cosido aún las costuras que saltaron con la crisis financiera de finales de la primera década del siglo. Social, porque el medio rural se enfrenta a un proceso de despoblamiento desconocido y de consecuencias incalculables, que si algo no propicia es el relevo generacional en el sector primario. Y climático, porque las sequías de los últimos años han mermado las producciones, rebajando tan al mínimo los márgenes de producción que los sitúan por debajo de los costes.
Las tractoradas que colapsan las zonas más pobladas, este martes ya en casi toda España, se llevan a cabo de una manera hasta ahora inédita: con las organizaciones agrarias, interlocutoras de las administraciones públicas, excluidas de las convocatorias, lo que hace que quienes han de velar porque las reglas se cumplan estén completamente al albur de unas protestas cuya planificación desconocen. Sin embargo, y pese a que las reivindicaciones agrarias cuentan con una amplia anuencia del conjunto de la sociedad, es harto incomprensible que las administraciones públicas (Gobierno, autonomías y ayuntamientos) estén haciendo una evidente dejación de funciones al admitir sin rubor que las protestas se salten todas las reglas de la convivencia conocidas y altere las más elementales normas de convivencia. Ni tratan de resolver el problema del agro ni evitan los perjuicios de la protesta al resto de la sociedad.
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