La entrada en vigor, a trompicones, de la tregua pactada entre el Gobierno de Benjamín Netanyahu y Hamás, con una mediación de EE UU en cuyo éxito resulta innegable el contexto de presión que la nueva Administración Trump genera en torno a sí, abre un frágil 'impasse' en el infierno desatado por la brutalidad terrorista del 7-0 y la feroz represión del Ejecutivo israelí. Los más de 46.000 muertos en la Franja, con una cifra insufrible de niños, y el centenar de rehenes hebreos retenidos contra su voluntad constituyen la denuncia insoslayable que debe encabezar cualquier evaluación de un alto el fuego que llega 15 meses después del más cruel conflicto bélico en Oriente Próximo en décadas.
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El comprensible alivio en las calles gazatíes no puede llevar a olvidar que quienes se declaran defensores de su pueblo desencadenaron el averno en que se hallan; y la concesión israelí de presos –muchos de ellos, también, menores– por rehenes tampoco diluye la responsabilidad capital del Gobierno de una sociedad democrática en el castigo sin clemencia ni medida infligido al conjunto de los palestinos. Esta tregua es un paréntesis que exige un compromiso hacia una distensión permanente, el objetivo ineludible y realista ante un paz verdadera más alejada que nunca.
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