Alemania ha pasado en un tiempo récord de motor de la economía europea a su principal freno, con unas perspectivas de tibia recuperación amenazadas por problemas estructurales que sigue sin resolver y, además, por una hipotética guerra comercial tras el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca que le afectaría de lleno por la alta exposición de su tejido productivo a Estados Unidos y China. El encarecimiento de los costes energéticos sigue lastrando a su industria, a la que el error estratégico de la dependencia del barato gas ruso ha pasado una elevada factura tras la guerra en Ucrania. Ese factor, unido a la atonía del consumo, a las decenas de miles de despidos anunciados por grandes compañías del automóvil y del acero y a una inestabilidad política que ha forzado el adelanto de las elecciones, justifica la creciente preocupación instalada en Bruselas sobre el futuro del país. La UE difícilmente podrá resolver sus carencias competitivas respecto a las dos grandes potencias globales sin una Alemania fuerte, que solo volverá a serlo con un potente aumento de la inversión pública –una gran olvidada durante años– y fórmulas que reactiven la industria.
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