El doble asesinato machista ocurrido en dos localidades del Vallés Occidental catalán engrosa el trágico balance de un verano pródigo en crímenes mortales contra mujeres y menores que debería estremecer al conjunto de los ciudadanos, también en esta época en la que la conciencia social se dispersa. El episodio de Rubí y Castellbisbal no solo incrementa hasta 31 el registro de asesinadas este año, sino que cuenta con un elemento particularmente perturbador: fue un policía nacional retirado, un servidor de la ley desde un alto cargo, cuya profesión propició que conservara un arma de fuego, el que mató a las dos últimas víctimas, su exmujer y su actual pareja; y las privó con su suicidio de recibir, junto a sus familiares y amigos, la reparación de la justicia. Además de desplegar el ritual de condenas y lutos, las instituciones están obligadas a revisar, con datos y la colaboración de los colectivos especializados, la situación de esta amenaza constante contra la seguridad de las mujeres. La mínima sombra de una falta de pulso frente a este desafío –más complicado cuando, como en los dos casos de Cataluña, no constan denuncias previas– solo alienta a los agresores.
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