La ministra de Igualdad, Ana Redondo, admitió ayer «la impotencia» que generan estremecedores repuntes de la violencia machista como el que se tradujo entre el viernes y el sábado en tres nuevos crímenes con seis víctimas, dos de ellas niños. Lo hizo al tiempo que tanto ella como el titular de Interior, Fernando Grande-Marlaska, apelaban a confiar en el sistema que salva vidas en la comparecencia posterior al comité de crisis que se convoca cada vez que se registra una tragedia semejante. Es indudable que la activación del Estado de derecho para intentar erradicar los asesinatos de mujeres constituye el instrumento más valioso, que la concienciación social ha levantado el velo de la tolerancia «atávica» hacia los feminicidios, que el desaliento no puede imponerse. Pero los hechos interpelan y son inclementes. Que el crimen de Cuenca fuera cometido por un hombre que tenía que estar detenido, conocido por su agresividad extrema y con su víctima, a la que mató junto a sus dos pequeños, inserta en el programa VioGén solo puede suscitar una desoladora incomprensión. Y que el Gobierno aún no pueda aclarar qué falló para que Amal y sus hijos acabaran asesinados evidencia hasta qué punto siguen persistiendo déficits letales que urge taponar contra esta lacerante frustración.
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