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La tragedia de Melilla del 24 de junio de 2022, transformada en el drama migratorio de mayor envergadura registrado en la valla, ha cumplido un año sin que tan siquiera se haya despejado cuántos subsaharianos, en su mayoría procedentes de los dos Sudán, perdieron ... la vida en el violento salto que acabó convirtiéndose en una trampa mortal. Es tristemente elocuente que las cifras basculen entre los 23 fallecidos que consignan las autoridades marroquíes, las 72 de las ONG que trabajan sobre el terreno y las 37 de Aministía Internacional, que calcula 77 los desaparecidos.
Que se mantenga esta incógnita esencial es la prueba más lacerante de lo gratuita que parece haberse convertido la existencia de quienes se la juegan para llegar a Europa sea saltando la valla, sea en pateras a merced del Mediterráneo. En estos doce meses, el Gobierno, avalado por las conclusiones de la Fiscalía, se ha enrocado en la agresividad de los inmigrantes y en que la represión del ataque no se produjo en suelo español –versión que cuestiona el trazado del Catastro– para negar cualquier responsabilidad. Pero hay una insoslayable: el criterio de humanidad que demandaba, cuando menos, haberse mostrado más exigente con la evasiva actitud del vecino y renovado aliado marroquí.
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