En el entorno familiar siempre se había pensado que la mejor herencia de la centenaria abuela, más allá de su eterno y singular recuerdo, era aquel viejo piso que estaba en el barrio de El Crucero.
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La vida de aquella familia había sido dura, tanto, ... que el tiempo se abría camino en forma de huella sobre su rostro y dejaba un rastro incuestionable.
Pepa y Pepe vivieron la posguerra y los tiempos de la cartilla de racionamiento, así que su pequeña fortuna labrada con mucho sudor y calderos de lágrimas era aquel piso y una casa en el pueblo a modo de residencia familiar perforada por los pequeños agujeros y desconchones.
Nadie reparó sin embargo en otras pertenencias, despreciadas por inservibles o que ni tan siquiera abandonaron el baúl de los recuerdos simplemente por no merecer la pena, estar viejas, roñosas o cargadas de óxido.
Algunas tuvieron la suerte de caer dentro de un baúl y eso las envolvía de un cierto misterio, otras quedaron perdidas entre los miles de rincones de una vivienda contrahecha, dividida con muros inestables y que a duras penas se ha mantenido en pie.
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Al fondo de aquella vivienda unifamiliar levantada sobre adobe y madera se dejaba ver un chamizo con la estructura retorcida por el paso del tiempo. Medio siglo atrás allí rumiaban las vacas y se realizaba el ordeño. Ahora la madera, con los años, había realizado un extraordinario ejercicio de contorsionismo y en paralelo la teja que difícilmente la recubría. Nunca tuvo lustre y año tras años la arcilla había reventado las hileras de teja que un día se supone fueron perfectas.
No fue hasta hace unas semanas cuando el yerno, ya viudo, acudió al fondo de aquel tenebroso lugar para descubrir lo que el tiempo se había dejado olvidado. Un par de cabezas de arado, una guadaña perfectamente envuelta en telas de araña, varias 'quijadas' con punta metálica para reconducir a las parejas de vacas en la época de siembra y montones de paja, almohada para todo tipo de bichos.
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Bajo una manta, junto al muro de tierra, unas tablas recubrían la vieja cocina de carbón que en su tiempo permaneció instalada en la cocina principal de la vivienda, separada del cobertizo por un pequeño terreno para el cultivo. Allí estuvo durante algunas décadas porque aquella era 'de las modernas' con un pequeño depósito de agua caliente de apenas cinco y un grifo en el frontal. Tecnología punta.
El último gran descubrimiento estaba a un lado del pesebre, cubierto por el polvo y desmontado en sus piezas más básicas. Era el camping gas que el abuelo había comprado con parte de uno de sus sueldos de la Azucarera de León. Y junto a él dos botellas de gas, una semivacía y la otra con un amenazante peso, como si nunca se hubiera conectado. En su tiempo formaba parte del material a llevar a la viña, durante la vendimia, para calderar el cocido y recuperar el mejor sabor de la sopa con mucho fideo y poco caldo.
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Nadie en la familia, hasta hoy, se había percatado de la verdadera riqueza de la herencia familiar. El piso de El Crucero no era un tesoro, como tampoco lo era la vivienda del pueblo. La herencia verdadera, la importante, estaba envuelta en polvo bajo la techumbre semicaída del cobertizo: la vieja cocina de carbón, madera y paja para su alimento, los arados para el campo y un camping gas listo para su uso.
La herencia real era el kit básico de supervivencia por si el apocalipsis fuera algo más una mala broma bíblica. Pepe y Pera eran unos visionarios. Y sí, el camping gas funciona perfectamente y la obra para reinstalar la cocina ya está en marcha... Por si acaso...
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