Nuestro Ortega explicó en 'Mirabeau o el político', largo artículo publicado en 1927 en la Revista de Occidente antes de engrosar la colección 'El Arquero', la diferencia entre las virtudes magnánimas y las virtudes pusilánimes. Con su prosa arrebatadora, el ilustre pensador español escribe que « ... la oposición entre egoísmo y altruismo pierde sentido referida al grande hombre, porque su 'yo' está lleno hasta los bordes con 'lo otro': su ego es un alter -la obra. Preocuparse de sí mismo es preocuparse del Universo».
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Y más abajo dice que «no me ocurre disputar el título de virtudes a la honradez, a la veracidad, a la templanza sexual. Son, sin duda, virtudes; pero pequeñas: son las virtudes de la pusilanimidad. Frente a ellas encuentro las virtudes creadoras, de grandes dimensiones, las virtudes magnánimas». Continúa diciendo Ortega en este escabroso razonamiento que «no solo es inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior». «Hay perversión dondequiera que haya subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. Y es, sin disputa, más fácil y obvio no mentir que ser César o Mirabeau».
Y concluye el filósofo: «Es preciso ir educando a España para la óptica de la magnanimidad, ya que es un pueblo ahogado por el exceso de virtudes pusilánimes. Cada día adquiere mayor predominio la moral canija de las almas mediocres, que es excelente cuando está compensada por los fieros y rudos aletazos de las almas mayores, pero que es mortal cuando pretende dirigir una raza y, apostada en todos los lugares estratégicos, se dedica a aplastar todo germen de superioridad».
C.N. Stavrou explica en su 'Whitman and Nietzsche' que, en una línea muy semejante, Nietzsche hace de su superhombre «una raza suficientemente fuerte como para permitirse el lujo de prescindir de la tiranía de los imperativos de la virtud» (Cit. por Juan A. Herrero Brasas en Claves).
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Viene todo esto a cuento de las duras campañas moralizantes que se dirigen preferentemente a los prohombres actuales que han abusado de mujeres, conforme a pautas machistas que de un tiempo a esta parte se rechazan con un énfasis creciente, plenamente justificado por la vigencia de los grandes derechos y por el aguzamiento de la sensibilidad de nuestras sociedades avanzadas. Y nada, en absoluto, hay que objetar a que los personajes públicos sean enjuiciados por sus coetáneos, conforme a los valores predominantes en vigor. Mucho menos sentido tiene, a mi juicio, juzgar a los próceres o a los actores del pasado con los criterios actuales, como si estas normas hubieran emergido hace milenios y tuvieran el don de la perennidad. Quien se pare a pensar que la esclavitud fue practicada y tolerada hasta mediados del siglo XIX en el mundo entenderá lo que quiero decir.
Es muy comprensible que, en plena emergencia de una sensibilidad particularmente volcada al reconocimiento de la igualdad entre sexos e identidades de género, surja un movimiento como MeToo encaminado a denunciar abusos contemporáneos y a exigir la desautorización incluso penal de quienes los han practicado. El ciudadano relevante por sus aptitudes es primero ciudadano, y ha de responder primero como tal.
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Pero hay que distinguir objetivamente la obra del autor y sobre todo, hay que contemporizar lo juzgado con los valores predominantes de la época. Porque si no, llegaremos al absurdo de retorcer el pasado al verlo con anteojos deformantes. La lista en curso es sobrecogedora: se quiere cancelar a Jefferson por «pedófilo y esclavista» (tuvo seis hijos con una esclava, el primero cuando ella era menor de edad), a Churchill, a Darwin, a Shakespeare, a Beethoven o a Wagner porque sus pautas de conducta o sus valores esgrimidos no coinciden con la actual ortodoxia.
Se quiera reconocer o no, el ser humano es débil, física e intelectualmente, mudable en valores y en creencias, y en todo caso sus propias obras pasan a se, incluso jurídicamente, patrimonio de todos pasado un tiempo. Las novelas de Céline -colaboracionista con Hitler-, las sinfonías de Beethoven, las óperas de Wagner, las grandes grabaciones históricas de Plácido Domingo, las obras de Shakespeare o el cine de Woody Allen tienen ya vida propia, y por lo tanto no pueden ser juzgadas por la biografía de quienes crearon todo ese cúmulo de genialidades. Pidamos, en fin, lo imposible: seamos realistas.
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