Es común que a las feministas se nos acuse de ser agresivas y malencaradas, de tener muy poco sentido del humor, de estar locas –pero no locas alegres y despreocupadas, más bien locas histéricas–, de andar por la vida viendo problemas donde no los hay. ... La gente que así nos describe podría tener razón porque, sinceramente, tenemos muchos motivos para cabrearnos y ofendernos, para tomarnos muy en serio la violencia machista, para perder los nervios y las formas ante las injusticias que, como feministas, debemos denunciar. Para muestra, un botón: pocos días después de que Donald Trump ganara las elecciones, una buena amiga estadounidense me contaba que los niños, siguiendo un lema trumpista contra la autonomía de las mujeres, han empezado a acosar a las niñas gritando «your body, my choice» (tu cuerpo, mi elección) en los colegios, incluso que han aparecido carteles con este lema o similares en algunas universidades.
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En este contexto político y social tensionado no suelen describirnos como mujeres alegres y risueñas, aunque también lo seamos o intentemos serlo, a pesar de todo. De hecho, la risa, el sentido del humor irónico, la parodia punzante, han sido siempre algunas de nuestras armas para revelar y visibilizar las injusticias y las violencias del patriarcado. Lo hizo sor Juana Inés de la Cruz ya en el siglo XVII con una redondilla maravillosa que comienza: «Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis». O la también mexicana Rosario Castellanos que, tres siglos después, tiró de humor paródico en su obra de teatro 'El eterno femenino', donde la protagonista es sometida a todo tipo de tratamientos físicos y psicológicos para convertirla en ideal.
En 'La mujer y su imagen', ensayo que forma parte del libro 'Mujer que sabe latín', Castellanos desarrolla la misma idea –la imposición de la mirada y el poder masculinos sobre todo los aspectos de la vida de la mujer– con una ironía aguda y metódica. El ideal de belleza femenino ha sido, durante siglos, definido por el deseo masculino –ropajes aparatosos e incómodos, corsés ajustados, zapatos estrechos o tacones altos, delgadez o palidez enfermiza, potingues y tintes para parecer eternamente jóvenes–, todo diseñado, dice Castellanos en 1973, para limitar la autonomía de la mujer. «Antítesis de Pigmalión, el hombre no aspira, a través de la belleza, a convertir a la estatua en un ser vivo, sino a un ser vivo en estatua». Pigmalión se enamoró de Galatea, la estatua de belleza perfecta que él mismo había esculpido, y pidió a la diosa Afrodita que le diera vida. Conmovida ante tanto amor, le concedió el deseo. Rosario Castellanos da la vuelta al mito: el hombre, ante la imposibilidad de recurrir a los dioses, cincela la vida de la mujer para convertirla en una estatua: pasiva, silente, inmóvil.
Recordaba estos textos de sor Juana y de Rosario Castellanos –su fina ironía, su forma de revelar las imposturas del patriarcado– al leer el ensayo de Adriana Cavarero 'A pesar de Platón. Figuras femeninas en la filosofía antigua', recientemente publicado por Galaxia Gutenberg y con traducción de David Paradela López. Cavarero publicó por primera vez este ensayo en 1990: desde entonces, ha estado vigente en el pensamiento filosófico feminista ya que es, entre otras muchas cosas, una impugnación a Platón y, con ello, a la filosofía clásica que cimienta el pensamiento occidental. Lo hace a través del análisis de una serie de figuras femeninas que aparecen en diferentes obras de Platón y que han permanecido como ejemplos en Occidente –positivos o negativos– de la condición femenina según la óptica patriarcal. Cavarero roba a Platón los personajes de Penélope, Deméter, Diotima y la «sirvienta tracia» y, a través de ellas, desmonta los fundamentos misóginos y patriarcales del canon filosófico occidental. Ahí es nada.
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Sería imposible desgranar aquí todos sus argumentos, pero sí me gustaría hacer mención a la sirvienta tracia por eso de la risa. Platón contó en 'Teeteto': «Tales, mientras escrudiñaba las estrellas y miraba hacia arriba, se cayó en un pozo. Entonces, una sirvienta tracia, agraciada y afable, se echó a reír y le dijo que mucho se afanaba por conocer las cosas del cielo, pero que las que tenía cerca, delante de sus pies, le quedaban ocultas». A partir de este momento, nos cuenta Adriana Cavarero, la risa de la sirvienta se convierte en paradigma de la estupidez de los ignorantes frente a la inteligencia absorta de los filósofos. En un momento de la historia de la filosofía, el ejemplo cambia de bando y se utiliza para señalar que la filosofía debe ocuparse también de la realidad material, pero entonces la sirvienta deja de ser mujer y se convierte en sabio varón. En cualquier caso, un borrado de la figura femenina que da muestra de la misoginia filosofal –la invisibilidad de la mujer como espacio de significación autónoma es un requisito indispensable para la misoginia–.
La filosofía clásica desligó el mundo de las ideas del mundo de la vida, negando el sentido de las cosas más próximas. Cavarero nos recuerda que la única resistencia, en forma de burla, reside justamente en la risa de esa sirvienta cuyo argumento «posee la fuerza de los hechos, la fuerza de quien se atiene a ese mundo en el que vive y arraiga su existencia individual». La risa que ancla, que sale del estómago y se convierte en carcajada, que rompe la burbuja en la que el filósofo no solo niega la materialidad de la vida, también la existencia del pensamiento elevado en la mujer.
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Como ocurre en muchas ocasiones, la verdad aparece en el texto a pesar de las intenciones del autor. Es decir, transmite una verdad –el poder de la risa femenina– dentro de un contexto que la niega.
Cavarero, una de las filósofas más importantes de nuestro tiempo, escribió con humor y desenfado en 1990. En un prólogo a la edición italiana de 2009 que se incluye en el presente volumen, reconoce que escribió el texto con una sensación de alegría que, por desgracia y ante la evidencia del renovado acoso al feminismo y los derechos de la mujer, se ha ido disipando. La filósofa considera inevitable que, de aquel lenguaje de libertad y autoafirmación que desplegó en 'A pesar de Platón' y que compartieron otras feministas en el momento, volvamos a un lenguaje en el que la queja y la indignación se hacen de nuevo presentes. El ahora sombrío exige de nosotras cierta furia. Sin olvidar, eso sí, la eterna risa femenina.
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