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La noche del día de la moción (esto parece un cuentecillo de García Márquez) anduve con Íñigo, enterrador vascongado de la Meseta, hablando de lo ... paranormal. Nos daba igual la actualidad política, que lo fundamental es que hay que fiarse más de los muertos que de los vivillos.
Con el cierre echado, con los permisos necesarios para escurrir el multazo, fuimos desglosando lo místico y lo terreno así, con vinos y veras, chanzas y lágrimas. Estaba también Juanito 'obras y reformas' Orellana, que se puso pragmático y dulzón y nos contó una historia de su mili en Orense y algo de huesecillos de santo en la 'terra' de la Santa Compaña. La televisión, en 'mute', decía no sé qué de Rociíto y de España de siempre, que vuelve en eterno retorno de sus miasmas más cañís.
Insisto que era la noche de la moción y no sé que nos llevó a hablar de la mortaja; quizá que con el cierre y las cortinas cada uno sacó su oficio a relucir. Entonces me acordé del día en que un espíritu cachondo me movió el pupitre en 4° de ESO, de las historias de los fuegos fatuos del Iñaki, y salieron desde Jiménez del Oso al Padre Manuel Soria, y ahí que seguimos convenciendo a Juan de que hay realidades paralelas del mismo modo que existe la poesía. Pero él no cree si no ve, como Santo Tomás. Dice que le pagaron en negro tabicar un panteón, y que no sintió nada raro.
La película favorita de Íñigo es 'El Verdugo', y ya está todo dicho de mis compañías de marzo. Era la noche del día de la moción, pero no hablamos de la gomina triste de Tudanca, sino de ectoplasmas, de madrugadas de luna llena o sin luna. Y de fuegos fatuos que combustionan y desaparecen.
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