No ha habido que esperar nada para que el cambio de estrategia del Gobierno de Pedro Sánchez respecto a la crisis venezolana fuera manifiesto. Podía haberse demorado unos meses, ante las prioridades nacionales del nuevo Ejecutivo de coalición de PSOE y Unidas Podemos, pero se ... ha visto precipitado por dos hechos que se refuerzan por su coincidencia temporal: a pesar de haber reconocido como presidente interino de Venezuela a Juan Guaidó, el Gobierno no lo recibió como tal en Madrid, y en cambio recibió en la escalerilla del avión a la vicepresidenta y al ministro de Turismo de un Nicolás Maduro que decía desconocer. El cambio ante la opinión pública ha sido en crudo, sin tiempo de cocción, aunque podía esperarse por la presencia de Pablo Iglesias en el Gobierno.
La apuesta de España ha sido siempre evitar una solución armada y propiciar una salida negociada que conduzca a elecciones transparentes. La mediación de José Luis Rodríguez Zapatero, percibido por la oposición como más próximo al régimen chavista (sus apreciaciones públicas no dejan lugar a dudas sobre esa sintonía) no condujo a nada, pues en ningún momento Maduro fue sincero en el diálogo: cuando se veía contra las cuerdas llamaba a la negociación, para finiquitarla tan pronto recobraba aire de nuevo.
La maniobra de Guaidó de hace un año, al pasar a encabezar la Asamblea Nacional, controlada desde 2015 por la oposición, y proclamarse presidente encargado del país cambiaba el juego y abría una oportunidad. Buena parte de la comunidad internacional ya había calificado de inválidas las elecciones presidenciales de mayo de 2018, por lo que dar el siguiente paso era consecuente: desconocer a Maduro y considerar presidente a quien debía llenar ese vacío de poder en aplicación de la propia Constitución venezolana.
La apuesta en enero de 2019, liderada por Estados Unidos, al que pronto se sumaron otros gobiernos de la región, fue seguida también desde la Unión Europea. El ministro de Exteriores, Josep Borrell, demoró la posición de España, a la espera de una actitud europea conjunta, que finalmente se dio. La acogida a final de abril en la Embajada de España en Caracas del dirigente opositor Leopoldo López, que acababa de participar junto con Guaidó en una fallida maniobra de toma del poder en la que participaban altos cargos chavistas, era muestra de la firmeza diplomática de España.
Esa firmeza, sin embargo, no duró. El Gobierno de Pedro Sánchez nunca aplicó a rajatabla lo que suponía tratar a Guaidó como presidente de Venezuela. En realidad, ningún país lo ha hecho, salvo Estados Unidos. Dado que la situación no abocó rápidamente a unas elecciones que sirvieran para «pasar pantalla», en Madrid se dio la bienvenida al embajador que enviaba Guaidó, pero en el día se seguía dando validez a la Embajada «oficialista»: no cesación de rango diplomático de sus oficiales o bloqueo de las cuentas corrientes de la legación.
Una manifestación muy clara de esa diplomacia cotidiana de reconocimiento, al fin y al cabo, de Maduro como presidente de Venezuela fue que el ministro español de Transportes, José Luis Ábalos, justificara su presencia en Barajas alegando que iba a recibir a su amigo el ministro venezolano de Turismo. La prensa se centró en lo políticamente más escandaloso –la presencia en la vicepresidenta Delcy Rodríguez en ese avión que llegaba de Caracas–, pero apenas nadie reparó en esa otra gran contradicción. ¿No habíamos quedado que Maduro no era el presidente de Venezuela? ¿Cómo es que Ábalos iba a recibir a un ministro de algo que no existe?
El hecho de que pareciera normal esa visita del ministro de Turismo, o la participación de la Venezuela de Maduro en Fitur, muestra lo difícil que es llevar hasta sus últimas consecuencias situaciones ficticias como la de que el Gobierno de Venezuela es el de Guaidó, algo a lo que ni siquiera este ha dado pleno desarrollo (por ejemplo, no ha optado por decisiones drásticas como designar un nuevo consejo de administración de la petrolera Pdvsa, porque sabe que eso no tendría recorrido).
El Gobierno PSOE-Unidas Podemos llega, por tanto, en un momento que ciertamente requiere hacer un parón y reexaminar la estrategia. Volver sin más a la mesa de diálogo con Maduro, como Rodríguez Zapatero susurra al oído de Sánchez y parece patrocinar Iglesias, conduce a los mismos errores del pasado. El apoyo a Guaidó, si bien no ha producido las consecuencias esperadas –en gran parte porque sus aliados internacionales no han sido completamente consecuentes– se muestra como la mejor herramienta para hacer de las elecciones parlamentarias previstas este año el desatascador clave de la presente situación.
Habrá que ver qué lejos en la presión por unas elecciones limpias está dispuesto a ir el tándem Sánchez-Iglesias. La invitación a Leopoldo López de abandonar la residencia del embajador español en la que se cobija sería la señal de un excesivo peso 'podemita' en la Moncloa, pero cualquier nuevo protagonismo de Rodríguez Zapatero sería igualmente mal presagio. En los próximos meses, en cualquier caso, será difícil que el Gobierno se ponga de perfil.
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