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Tengo tantas ganas de salir a cenar que hasta me iría con Leticia Sabater. Y pagando. 300 euros, para ser exactos. Es lo que pide la conocida perpetradora por compartir una salchipapa a la luz de las velas. Lo normal sería que te pagaran a ... ti, pero es el mercado, amigo. Y hay más ofertas: si no tienes hambre porque tienes el estómago lleno pero la cabeza vacía, siempre puedes pedirle a Leticia que te mande un vídeo de superación personal. Ella sí que se ha superado, que logra que le pagues 100 euros para que durante una hora, posiblemente la más larga de tu vida, te diga que alcanzar la felicidad pasa por ensancharte la vagina y reconstruirte el himen. Mira, yo casi prefiero apoquinar 200 euros y un cupón de la ONCE para ir a Cantora el día del cumpleaños de Pantoja. La tía es tan lista que les saca los cuartos a los fans y, encima, hace que le enjalbeguen la finca. Eso sí que es glorificación de la esclavitud, y no «Lo que el viento se llevó».
Mientras Leticia Sabater ideaba nuevas formas para ganarse su vida, la nuestra ha seguido. Suspendida, casi paralizada, en estado de crisálida, pero ha seguido. Los patios de las casas huelen a coliflor hervida, florecen los almendros, se alargan las tardes, Reconocemos lo de siempre y, entretanto, empezamos a metabolizar lo nuevo: el gel hidroalcohólico, las mascarillas, las videoconferencias, la distancia social, lavarte las manos como si fueras a operar a corazón abierto. Parecía que no nos acostumbraríamos nunca, pero lo estamos haciendo. Tanto como ver a los listos atizando el fuego y, a los tontos, echándole candela. Comienzas por habituarte al incendio diario y te acabas quemando. O pagando por irte a cenar con la Sabater. Ya no sé qué es peor.
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