Hace dos meses, antes de que fuera víctima de la pandemia cuyos peligros él desprecia, Donald Trump acusó a su adversario, Joe Biden, de ser un político que está contra Dios, a pesar de que el candidato demócrata cuida mucho ante los electores su perfil ... de católico practicante. Desde el verano caliente del coronavirus desbocado, la campaña electoral norteamericana ha tomado nuevos rumbos, dejando de lado en la propaganda y el mitin los asuntos del dinero y de la guerra para centrar los mensajes en la moralidad y honradez de los candidatos.
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Por primera vez en la historia de la nación, no se enfrenta hoy el Pentágono a ninguna contienda bélica de envergadura, ni los retos de la economía global ponen en peligro grave a la potencia estadounidense. Así que la estrategia electoral ha variado la diana en busca del voto indeciso, ya escaso, y vuelve la vista hacia los ciudadanos que forman parte de colectividades religiosas, un depósito de electores que acuden a las urnas siguiendo las consignas de la fe y los consejos de pastores, profetas o clérigos en bien de su salvación eterna.
La factoría electoral de las religiones en Estados Unidos es gigantesca. Más de 350.000 congregaciones religiosas están registradas en los cincuenta estados de la Unión, y sus finanzas (universidades, colegios, parroquias, negocios inmobiliarios, obras benéficas…) suman más de un billón de dólares al año. La economía de la fe mueve en el vasto territorio americano entre Nueva York y California más dinero que las diez grandes compañías tecnológicas.
La religión allí, en ciudades ricas o aldeas modestas, se siente y se paga. En su libro de viajero 'USA y yo', don Miguel Delibes achaca esa exorbitante potencia espiritual a la afición de los estadounidenses a inventar algo cuando echan en falta alguna idea o utensilio que los haga más felices. La diversidad de creencias es un símbolo de la tolerancia que consagra la libertad en la práctica religiosa y en la política. Es costumbre en las iglesias de cualquier religión sugerir a la feligresía votar a los candidatos más acordes con sus propuestas sociales y la moralidad de los líderes. Sin embargo, para mantener el privilegio de exención de impuestos no deben apoyar oficialmente a ningún candidato.
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Recuerdo la sutileza oratoria de la pastora protestante Carmen M. Rosario, guía de la Iglesia Presbiteriana Española de Brooklyn, en sus sermones ante los feligreses emigrantes hispanos en favor de Bill Clinton durante la campaña electoral de 1996. El estilo de aquella mujer vestida de alba, estola y alzacuellos tenía la contundencia de un mitin. La mayoría de los ciudadanos en Estados Unidos afirman que la religión tiene un papel importante en su vida, y solo una cuarta parte se confiesan agnósticos. Las iglesias cristianas, con las protestantes en cabeza, dividen su electorado entre republicanos y demócratas de manera fluctuante,pero la baja participación electoral, apenas el cincuenta por ciento de los votantes, acrecienta el peso de las congregaciones minoritarias, más de setecientas, que conforman una larga lista de credos, liturgias y dogmas: evangélicos, ortodoxos, adventistas, judíos, musulmanes, budistas, hindúes… La sociedad norteamericana, como la Roma imperial, practica un panteísmo sosegado que tiene también su reflejo electoral.
Las campañas electorales, diseñadas por los dos grandes partidos al milímetro de las encuestas, han igualado a tal extremo el resultado de las urnas que en la batalla entre demócratas y republicanos se escudriñan los más nimios espacios en busca de votos. El sistema de elección indirecta del presidente, que otorga todos los sufragios de «grandes electores» en cada estado al candidato más votado en el recuento de las urnas, concede un poder extraordinario a esas minorías en algunos territorios como el 'corredor mormón', la amplia región del suroeste de Estados Unidos donde se asientan los creyentes de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
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Afincados originariamente en el estado de Utah, su influencia se ha expandido a Nevada y Arizona. Allí se juega la nominación de veinte grandes electores, pendiente ahora del mesianismo de los mormones, su proselitismo desbordante y su voto unánime, apenas medio millón de sufragios capaz de desbordar las previsiones de las encuestas que señalan allí un ajustado empate el filo del cuchillo, entre republicanos y demócratas. En Arizona perdió su oportunidad Hillary Clinton hace cuatro años, al obtener Donald Trump en ese estado fronterizo la mayoría de votos que le premiaron con 10 grandes electores.
Antes de que Trump se convirtiera en el abanderado del partido demócrata nada más llegar a la Casa Blanca, los mormones eran los votantes republicanos más leales del país. Sus guías espirituales lo rechazan ahora por polígamo, blasfemo y cazador de inmigrantes. El político mormón más influyente, el senador republicano Mitt Romney, ha anunciado que no votará por Trump. La fuerza creciente del electorado hispano y la imagen de «persona abominable», que la mayor parte de los mormones tienen de Trump, pueden robarle alguno de sus pequeños feudos sureños dentro de ocho días.
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La intención de voto señala como vencedor al demócrata Joe Biden en la mayoría de los grandes estados. Con su argumentario disparatado, Donald Trump acusa a Biden de despreciar la Biblia, ofender a Dios y estar en contra de las armas. Son estas buenas razones, según él, para proseguir el combate y plantar recurso al resultado desfavorable de las urnas. Como aconteció en el año 2000, esa impertinencia impediría que los norteamericanos tengan presidente, como es tradición, el día después de las elecciones.
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